Gregorio siempre quiso ser doctor. Desde muy niño jugaba con
sus compañeros y cuando uno de ellos terminaba golpeado, él fungía de médico
infantil intentando sanar el dolor. En ocasiones era aplaudido, otras terminaba
golpeado. Poco a poco fue recibiendo el apodo de “sanador de niños”, aunque no
le gustaba el término disfrutaba de las atenciones que recibía de sus amigos.
El día de su cumpleaños número diez, vivió en carne propia
una terrorífica escena no acta para niños que celebran un día especial. Ese día
regresaba de jugar con sus amigos para tomar un baño y estar listo para la
torta que su madre había hecho en honor a ese día que sufrió infernales
contracciones para traerlo al mundo. Cuando llegó su padre lloraba
desconsolado. Sin recibir explicaciones, sin entender lo que ocurría, se acercó
a la cocina y vio como su madre yacía muerta envuelta en pastel. Tomó fuerzas,
cerró el chorro lagrimal que quería salir por los grifos de su alma e intentó
salvar a su madre, todo fue en vano. Con el tiempo descubrió que su madre
fallecía por un ataque al corazón.
Durante el entierro el llanto jugaba con el silencio de
Gregorio que seguía buscando las causas de la muerte de su madre. Descubrió las
injusticias de la vida a corta edad. Que la muerte no respetaba fechas
especiales ni mucho menos edades. Eso que decían que los más viejos morían
primero era totalmente falso para él, ver al vecino de alado con setenta años
en el sepelio de su madre que era tres veces menor lo llenaba de ira. Para responder
sus interrogantes y conseguir alivio a la culpa sin sentido que lo agobiaba por
no estar presente para ayudar a su madre, juró ese día que saldría del pueblo
andino olvidado para hacerse médico y regresar y ayudar a todo aquel que lo
necesitara.
Al terminar la secundaria su padre mostró interés en que se
fuera a la Capital y se convirtiera en abogado. “Serás alguien respetado y
nunca te faltará el pan en la mesa de los tuyos”. Sorprendido, Gregorio le
explicó que esos no eran sus planes. “Desde muy pequeño he querido ser doctor
padre, y espero usted no sea una piedra en el camino para cumplir mis sueños”.
Indignado por no obedecer el señor explicó que su deber era obedecerle y que no
apoyaría esas ideas modernistas. “Si te vas, te marchas si mi bendición”. Fue
lo último que alcanzó a decir, dejándolo sólo en la sala del hogar. Conocía bien
a su padre, sabía que los tragos lo hacían hablar de más.
Y fue así, cuando emprendió su largo camino del pueblo andino
olvidado a la Capital, su padre le entregó los ahorros de su vida, el
escapulario que le obsequió su madre y las bendiciones necesarias para
emprender un largo viaje con serenidad. Por el camino conoció las cumbres de
los páramos que hacían gala de sus mejores vestidos decorados armoniosamente
con frailejones y flores amarillas que brillaban por las mañanas. En las tardes
la densa niebla lo obligaba a regalarse un abrazo, recordó que después de la
muerte de su madre se acostumbró a hacerlo para sentirse querido desde el
cielo. Fue así que divisó montañas, ríos tan largo como los cuentos de su
abuela, ciudades tan altas que parecían de revistas y gente tan distinta que aseguraba
eran de otro mundo. Al llegar a la Capital sentía que ya conocía parte de
Venezuela, sus bellezas, sus tristezas, sus respuestas.
Sus sueños y los ahorros de su padre valieron la pena. Seis
años después se graduaba, recibía la licencia para ser doctor. Tenía debajo de su
axila las notas más altas de su universidad, convirtiéndolo en un aspirante
completo para cualquier importante trabajo, todos los rechazó. Su plan de ir a
su pueblo a llevar sus conocimientos seguía en pie. La determinación de un
corazón que no sana es más fuerte que el dinero y el pompo que podía recibir en
la ciudad.
De regreso el camino seguía intacto. Recordaba esos parajes.
En todo el viaje imaginaba su llegada, el recibimiento, los aplausos y el
mérito recibido por ser el primer médico del pueblo andino olvidado. Se veía
contando en las noches las maravillas de la capital, los adelantos que había
conocido y los famosos personajes que daban clases en su universidad. La construcción
del nuevo consultorio del pueblo se haría gracias al apoyo y esfuerzo de todos
los habitantes del lugar, quienes encontrarían en él un servidor para curar sus
males. Pensando, imaginando y suponiendo el camino se hizo corto, al amanecer
ya se encontraba en el hogar que lo vio nacer.
Al saberse la noticia que Gregorio había llegado, todos se
acercaron a su hogar. Comprendió en segundos que su padre estaba enfermo, y
quizás el tiempo jugaba en su contra. En una cama, intentando vivir, el hombre
que hizo el papel de padre y madre lo esperaba, sólo eso. La llegada del hijo
le hizo dar el último aliento y marchar a un lugar de descanso, aquel a donde
todos los que se bautizaban iba. Sentía que no hubo tiempo de contar a su padre
todo lo que había descubierto, añoraba las noches de copas, de largas
conversas, ahora todo eso quedaba en el recuerdo. La muerte llevaba dos,
Gregorio ninguna.
Sorpresa les causó a los habitantes del pueblo andino
olvidado la muerte de ese hombre, cuando su hijo podía ser un prominente
doctor. Las mujeres chismosas iniciaron una campaña de desprestigio que sumo
muchos adeptos. Entre ellos el curandero y la bruja del lugar que necesitaban
aprovechar las ideas que vagaban por las calles para sacar a Gregorio del
juego. “Hagamos que se regrese por donde vino. La llegada de la medicina a este
pueblo es la muerte de nosotros y nuestros negocios” le dijo la bruja al
yerbatero. Así fue, en pocos días las suposiciones que en el camino iba
imaginando el joven doctor se esfumaban para darle paso a un calvario
tormentoso en el lugar donde venía a prestar sus servicios. Los cuentos de los
bisabuelos fueron desempolvados, la idea de que los doctores no ayudaban sino
que sólo cobraban tomaba fuerzas. “Un curandero o una bruja son tus amigos,
para el doctor todo se resuelve a una pequeña pastilla, eso no es vida” Los
ciudadanos aplaudían, acostumbrados a saber la vida de los demás en los sitios
donde recibían ayuda a bajo precio.
Injurias, insultos, amenazas y daños a la propiedad de su padre lo hicieron
marchar de nuevo. Se iba a otro lugar donde quizás la gente agradeciera su
gesto. Dejó una carta donde explicaba las causas de la muerte de su padre,
cáncer. No esperaba que lo recibieran de nuevo, su deseo no era volver. Quería
demostrar que no se podía culpar al humano de las decisiones naturales de la
vida, era una carta que también calmaba su dolor y lo llevaba a explorar nuevos
métodos para salvar vidas.
Me ha gustado
ResponderEliminarMe alegra Julio. Un abrazo.
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