El pueblo andino olvidado, un lugar donde el viento cambiaba
de rumbo para no tocar rostros de desesperanzas en su andar. Una tierra donde
muchos se cobijaban en antiguas enseñanzas que nunca eran cumplidas.
Fotografías de distintos santos acompañaban el quehacer diario de sus
habitantes que dejando a un lado las herramientas para avanzar el difícil
camino del éxito personal se refugiaban en hombres y mujeres que una vez
hicieron el bien y con el tiempo fueron recompensados por sus acciones.
Con cuatro bendiciones, una camándula, dos imágenes del
Cristo crucificado y dos ramas que fueron tocadas por gotas de agua bendita,
marchaba Carlos hacia la tierra donde los sueños eran posibles. Por un tiempo
debía jurar lealtad a una bandera de franjas rojas y blancas donde un cielo era
iluminado por cincuenta estrellas. Horas después pisaba una tierra nueva que
prometía enamorarlo sin darse cuenta.
Eran tiempos de riquezas en la llamada “Tierra de Gracia” El
estiércol del diablo permitía que los venezolanos se dieran lujos hasta hace
poco inimaginables. Muchas familias (como la de él) ingresaron a la clase
media. Las compras se hacían por dos y viajar a distintas partes del mundo era
tan común como subirse al árbol del patio de su hogar para bajar algunos
mangos. Él quiso ser militar, sentía pasión por las armas, era rudo. Una beca y
los ahorros de sus padres le permitían llegar a Estados Unidos para expandir
conocimientos de ese antiguo oficio donde la fuerza y la táctica van de la mano.
Con un diccionario que lo acompañaba hasta en sus más
profundos sueños iba de un lugar a otro. En poco tiempo aprendió a saludar, a
pedir un café, a entablar una conversación. Una mañana de invierno, se levantó
exaltado de su cama. Tuvo un sueño donde hablaba ese idioma anglosajón. Se
sentía realizado por dentro. La nieve que cubría la academia militar y era un
contraste total con el calor rompe huesos de su pueblo andino olvidado quedó en
segundo plano. Se sentía un norteamericano más, uno sin papeles.
Una tarde al salir de sus labores, notó eso llamado racismo
que aparecía en ocasiones en los noticieros de su país. “Fuera de este país
maricas” decía la frase pintada con estiércol. Los que dominaban el inglés
agacharon la cabeza, los que no, intentaban descifrar ese mensaje digno del
antiguo Egipto. Aunque nunca fue blanco de ataques racistas por su color de
piel, altura y color de ojos que rememoraba a aquellos actores de la época
dorada, sintió indignación cuando sus superiores reían a carcajadas mientras
escupían tabaco cerca de sus zapatos.
Un domingo de descanso salió a conocer la ciudad. Centros
comerciales tan grandes como las montañas de su pueblo, plazas y parques llenos
de tantos árboles como el bosque que de niño visitaba cuando huía de los
regaños de sus padres. Bibliotecas monumentales que asemejaban palacios de
reyes que leía en algunas revistas de encargos. Recordaba la de su pueblo, más
pequeña que su hogar. En esa aprendió grandes historias que aún seguían vivas
en su mente. Sentada en una banca una mujer de cabellos blancos y no por el
invierno. Lo llamó. Le pidió ayuda para levantarse y soltó una frase que como
remolino cambiaría todos los patrones establecidos que hasta ese entonces
conocía.
-¿Has aceptado a Jesús como tu salvador?- dijo la señora
mientras intentaba descifrar los pensamientos de Carlos a través de sus ojos.
-Creo que sí- dijo él algo incómodo.
-Toma- le entregó una biblia y un folleto- Esto te hará
salvo.
La mujer dejó un beso estampado en su mejilla derecha y a
paso lento marchaba del lugar.
Desde ese momento para Carlos el cielo no tenía los mismos
colores, las bromas de sus amigos estaban condimentadas por nuevos
sentimientos. Su alma se incendiaba sin consumarlo. Su garganta quería decir
algo, pero lo guardó para después. Los pensamientos y la imagen del Cristo
crucificado que lo cuidaba arriba de su cama daban vueltas por su cabeza.
Pasaron algunos días para decir lo que escondía. “Desde hoy soy un instrumento
del Señor”. Algunos rieron, otros guardaban silencio. Sólo alcanzó a decir “Esto
es lo que hace pasar mucho tiempo con los gringos”.
Entonces se deshizo de aquellas imágenes que lo acompañaban
desde niño. Una la dejó en una mesa por respeto a su madre. Lentamente le quitó
la corona de Santísima a aquella mujer que dio a luz en un pesebre. El respeto
al sacerdocio se hizo a un lado. Ya no era necesario visitar una iglesia y
rezar por horas para ser escuchado, creía que con la biblia bastaba para
entablar una conversación amena con el Todopoderoso del universo.
Las vacaciones llegaron y Venezuela lo esperaba de nuevo.
Explicó a su familia lo que sentía, su vocación de predicar la palabra de Dios.
Quería dejar las armas a un lado, “La espada de la verdad” como decía mientras
señalaba su biblia sería su amuleto de defensa personal. Sorpresa mostraron
todos sus familiares pero restaron importancia al asunto. Un presidente
nervioso anunciaba el aumento del dólar y la devaluación de la moneda. Lo que
se llamó con el tiempo “Viernes Negro” el inicio del declive económico
venezolano y que hasta el sol de hoy no deja manchar de oscuridad la tierra de
Bolívar. La fantasía explotó y Carlos no pudo viajar de nuevo a Estados Unidos.
Sus padres se sentían defraudados del gobierno, él feliz porque podía gritar a
los cuatro vientos que el evangelio salvaba a los que creyeran en Cristo.
Poco a poco comenzó a tener seguidores. Muchos cansados de
aquellas plegarias de curas y obispos que vestían prendas más costosas que
aquellos ranchos donde habitaban. Con el apoyo de algunos contribuyentes y la fuerza de sus brazos construyó una
Iglesia. Fue llamada “Mar de vida”. El diezmo se multiplicaba y el ya nombrado
pastor seguía su marcha por el pueblo con sus dos pies. A diferencia de algunos
representantes de la fe cristiana que pelearon con la madre de su Dios, él no
estaba lleno de lujos. Camionetas, quintas custodiadas por equipos de
seguridad, tantas cosas pudo tener, pero dejó eso a otros. “Yo no me ensucio
las manos” decía cada vez que se le preguntaba. Al final los feligreses de su
Iglesia le obsequiaron como regalo de navidad una bicicleta. “Para que su andar
no sea tan duro pastor” dijo un hermano que entregó el vehículo a Carlos. Una
lágrima salió, un agradecimiento y abrazos dio aquel que recibiría el apodo de
Pastor en dos ruedas.
El vehículo le permitía criticar en las plazas los actos
carnales que ocurrían en cualquier lugar del pueblo andino olvidado. Amenazaba
a los homosexuales de recibir el castigo eterno si no se arrepentían, a
aquellos que no querían casarse les explicaba qué era el adulterio. A aquellos
como su madre que seguían asistiendo a la Iglesia que fundó Pedro los llamaba
idólatras por adorar imágenes. Muchos corrían al verlo llegar, otros se escondían
para no escucharlo. Él era feliz diciendo a los cuatros vientos lo que estaba
bien o no. Sentía que hacía el papel de juez en la tierra enviado por Dios.
Cuando alguien ingresaba la Iglesia los recibía con los
brazos abiertos y como buen pastor les indicaba el camino, consciente de su
trabajo en este mundo. Uno donde su decisión era aplaudida, respetada,
ignorada, olvidada. Al final la felicidad le llega a la persona de cualquiera
manera. A Carlos predicando el evangelio y anunciando a muchos que irían al
infierno. Al final gente como él fue la que hizo que un hombre que murió como
un criminal terminara siendo el hijo de Dios y Señor de toda la humanidad.
Muchas de tus historias son rápidos (y cautivadores) resúmenes de vidas que podrían, narradas con más detalle, transformarse en novelas. Seguro que más adelante retomas alguna de ellas y salen una o varias novelas inolvidables.
ResponderEliminarEn ese proceso ando, pero si la vida me alcanza, de seguro podrás leer una de mis historias.
EliminarGracias por pasarte Luis, siempre es agradable leer tus comentarios.
Un abrazo.
Como siempre nos deleitas con tus relatos, del diario vivir, con frases coloquiales de facil manejo, y buen entender. Me gustó.!
ResponderEliminarMe alegra mucho que te guste Amalia. Me llena de emoción saber que te sientes cómoda en los Suburbios.
EliminarUn abrazo.