Corrían tiempos de dictadura en la nación, el silencio era el mejor aliado y tener la cabeza agachada una saludable decisión. En el pueblo andino olvidado ajeno al progreso y la desdicha ignoraban lo que ocurría.
La familia Vásquez había heredado la sagrada costumbre de no
mostrar las desgracias a ojos ajenos. Las cuatro mujeres que vivían en la
humilde casa de bahareque escondían un secreto por miedo a caer en el escarnio
público de un lugar que era capaz de dar muerte en vida a una persona con el
arma más mortal que había creado la humanidad: la lengua. Algo que también era
costumbre era saber todo sin siquiera saberlo. Ellas ignoraban que estaban en
la boca de todos.
Y fue por eso que doña Antonia no salía sola y no recibía
visitas de extraños. Existía el rumor de que la septuagenaria estaba a un paso
de la locura. La mujer aseguraba ser visitada por hombres vestidos de blanco
que venían del cielo. Su hija y nietas trataban de evitar cualquier
conversación que delatara el infortunio de la casa. Del campo al hogar, sin
mirar a los lados, sin sonreír, sin dar espacio al amor. Tomaron la locura de
la matrona como una cruz que Cristo les había llevado para llegar más rápido al
cielo, aunque los demás no entendieran de cruces ni sufrimientos.
Un domingo de cuaresma doña Antonia cumplió años, se levantó
con más energía de lo acostumbrado. Tomó varios huevos del gallinero y preparó
un desayuno como pocas veces. Limpió el solar de la casa, saludó a los
transeúntes que pasaban y vistió la ropa que usaba antes de quedar viuda. Su
familia lo tomó como un milagro de Dios y juntas fueron a misa. Era la primera
vez en dos años y tres meses que la señora se dejaba ver por los habitantes del
lugar.
En la tarde, familiares y conocidos quisieron festejar las buenas
nuevas de los Vásquez. Prepararon un sancocho, repartieron licor casero y los
dulces de la hija desaparecieron en minutos. Los asistentes entraron al hogar y
dejaron a la anciana en el patio del hogar. “Quédate aquí mamá, te tenemos una
sorpresa” dijo Ana, la única que doña Antonia trajo al mundo. La mujer sonrió y
se limitó a decir “Recuerden bien mi cara, puede ser la última vez” todos
rieron y aseguraron no tardar mucho. Buscaron el pastel, en el medio enterraron
una vela y al ritmo del cumpleaños feliz llegaron al patio, la cumpleañera ya
no estaba.
Ana, su hija, lo tomó como una broma de su madre, la buscó en
el baño, por los alrededores pero no la consiguieron. Los familiares estaban en
una encrucijada “Debe estar muy cerca, porque sus pasos son lentos y no
tardamos ni un minuto” dijo una de sus nietas. Las horas fueron pasando y doña
Antonia no mostraba su cara. Los Vásquez pidieron ayuda de algunos vecinos y
comenzaron a buscar por los arbustos y precipicios que lindaban con la casa,
pero todo fue en vano.
Mientras las horas pasaban la familia entraba en crisis,
querían encontrarla sana y salva. Los Vásquez creían sólo en lo que veían. La
mujer desapareció de la nada, sin gritos, sin avisar, sin un lugar por donde
escapar. La búsqueda se volvía confusa y el rumor de que doña Antonia estaba
desparecida corrió por todos los caminos donde las mulas y caballos llevaban a
los humanos. Los días pasaron y fue inútil encontrarla.
Muchos jugaron a ser detectives. El único policía del pueblo
tenía grandes sospechas de que sus familiares la hubieran asesinado, esto fue descartado al no encontrar
evidencias necesarias para conseguir culpables. La familia accedió a contar las
“alucinaciones” que tenía la señora. “Decía que veía hombres vestidos de blanco
bajar del cielo”. Las señoras que rezaban mucho aseguraban que doña Antonia fue
custodiada al cielo por una legión de ángeles. “Será nuestra primera santa”
decían. Un profesor excéntrico intentó
convencer a los pobladores de que la septuagenaria fue llevada por seres de
otros planetas, pero fue tildado de loco en pocos minutos.
En la casa de los Vásquez no se escuchó más el silencio, a
diario decenas de personas querían saber más, intentaba descifrar el misterio,
querían tocar la ropa de la “santa” pedir a la familia que hablara con ella
para que concediera milagros “Dile que le diga a diosito que llueva esta
semana” dijo un agricultor. “Dile que cure a mi hijo de esa gripe” decía
arrodillada una mujer. La familia cansada cerró las puertas del hogar y no recibieron
más visitas. Lloraron a la que aseguraban estar muerta, y quitaron el polvo a
las prendas negras. No querían saber más nada acerca de la desaparición de doña
Antonia.
Un martes Ana salió al campo y consiguió en la puerta del
hogar unas orquídeas con una nota “Gracias Santa Antonia por el favor
concedido” sorprendida quiso lanzar a un costado todo eso. Sentía que hacían
burla con la memoria de su madre. “Primero la juzgaban porque estaba loca y
ahora es para ustedes una santa” dijo mientras lágrimas envueltas en tristeza y
coraje caían por el camino hacia el campo. Con el paso del tiempo tuvo que
acostumbrarse, la entrada del hogar se llenaba de flores de todo tipo, con
distintos aromas, con distintos agradecimientos a la santa.
Con el paso de los años el hogar de los Vásquez era visita
obligada en el pueblo andino olvidado. Personas que pedían una intercesión
milagrosa y recientemente algunos que creían en seres de otros planetas que le
pedían regresar a casa y contar todo lo ocurrido. Cada aniversario de doña Antonia era fiesta
popular, el alcalde entregó condecoraciones la familia y un busto de bronce fue
puesto en la plaza del pueblo, muy cercana al hombre que liberó cinco naciones.
Su familia terminó acostumbrándose a todo eso y el tiempo les hizo sentirte
tocados por una mano que venía del cielo.
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