Isabel tomó una cesta de ropa sucia y marchó con sus vecinas
a las orillas del río. En aquellos tiempos era un sitio público donde muchas
esposas e hijas lavaban sus penas, hundían a sus enemigas y transitaban las
aguas de la nostalgia. Ese día su estómago le dolía de tanto reírse. “Hay
comadre, Dios nos libre, algo malo va pasar, nos hemos reído mucho” dijo la
mujer a su vecina. No había terminado la frase cuando el cielo se tornó oscuro
y los gritos de los lugareños se confundían con el desespero de las bestias. “Es
el fin del mundo” dijo, siendo arrastrada por la corriente del río luego de
desmayarse al compás de aquella escena de terror.
El pueblo andino olvidado conocía muy bien la palabra
progreso. Tiendas comerciales, bancos, posadas, restaurantes, y una oficina que
vendía un invento de cuatro ruedas y un volante le daban un toque moderno. Todo
esto gracias al ferrocarril, que en aquellos tiempos tenía su terminal en esa
tierra de gente orgullosa. Comenzaba el siglo XX y el sitio era parada obligada
para aquellos que debían tomar el puerto que a pie de las montañas, llevaba
cargamento y turistas a gran parte de las islas del Caribe.
El progreso trajo a un grupo de hombres vestidos con trajes
negros porque así lo mandaba su religión que predicaban en cada esquina la
palabra del Señor. “El fin del mundo está cerca. ¡Arrepiéntete pecador! Decían cada
vez que pasaban los transeúntes, en un principio eran esquivados pero ante lo
que ocurría muchos sentían que fueron enviados por el Creador del Universo para
advertirlos de sus malas andanzas.
Poco antes del mediodía, las vacas de don Justo, se arrodillaron
mientras mugían por horas incluso con la garganta seca. Los gallos de doña
Cornelia se unieron en sinfonía y quiquiriqueaban anunciando un nuevo día. El cielo se fue
oscureciendo lentamente, para muchos era señal de que la lluvia los iba a
sorprender, pero luego el sol se fue escondiendo como por designios del jefe
del cielo para que la estrella no fuera testigo de una destrucción inminente.
El ferrocarril se detuvo, la gente se arrodillaba e imploraba al creador no
destruirlos con fuego. La gente corría sin rumbo, mientras los niños lloraban
en los brazos de aquellas madres que vistieron trajes negros para que el
castigo fuera menos doloroso en el juicio final.
El coro de la Iglesia cantó sus temas más fúnebres en un
concierto improvisado en la entrada del templo. Las calles del pueblo andino
olvidado quedaron en tinieblas, se encendieron velas para no tropezarse con los
pobladores que esperaban de rodillas el final. Dos mujeres piadosas aseguraron
ver a dos ángeles por las cercanías del río “Son gigantes con alas negras
montados en dos bestias. Junto a ellos viene la virgen María. Dios los mandó a
destruirnos” decían. El sacerdote del pueblo pidió a los congregados marchar en
dirección opuesta sin mirar hacia atrás. Él estaba seguro que Dios daría el
mismo castigo que a Sodoma y Gomorra, las ciudades bíblicas que fueron
destruidas por fuego del cielo. En el camino muchos culpaban a los nuevos
inventos, al ferrocarril, al bar de Alfonsina la prostituta o a Manuel, del que
se decía tenía gustos extraños y aborrecidos por el Señor. Muchos se unían a la
caminata para estar cerca del cura, el único ser que sentían podía mediar por
ellos.
Isabel por su parte, fue rescatada del río por dos hombres
que llegaban al pueblo. La montaron en el carruaje donde llevaban a la hija del
dueño del ferrocarril. Al despertar sintió su cuerpo mojado, y echó por tierra
la teoría de que al morir se iba al cielo, llegando (según ella) a la verdad
creyó que el cielo estaba en el mar. Al ver a la mujer vestida de blanco la
confundió con una virgen pero esta la detuvo cuando intentó arrodillarse. La
joven intentó explicarle el fenómeno que estaba ocurriendo. Isabel quedó
confundida.
Poco a poco el sol lanzó de nuevo sus rayos del cielo, la
oscuridad fue desapareciendo como las lágrimas de los pobladores que se creían
muertos. Los minutos fueron pasando y todo volvió a la normalidad. Las vacas
siguieron comiendo pasto, los gallos paseando sus plumajes sobre atractivas
gallinas y los humanos con dudas del lugar exacto donde se encontraban.
Luego de razonar llegaron a la conclusión de que Dios no les
hizo nada, de que fueron perdonados y que quizás eran los únicos seres que
seguían con vida en el planeta. Al llegar el carruaje, nadie creyó que fueran
seres celestiales, al bajar Isabel la mujer del telegrafista las piadosas
quedaron como mentirosas en aquella tierra olvidada.
Ellos explicaron a los presentes de que se trataba lo que
ocurría. “Es un eclipse solar y ocurre cada cierto tiempo. La luna tapa al sol,
eso es todo. No es un castigo de Dios” Los habitantes del lugar quedaron sorprendidos ante las palabras
de aquellos personajes con acento extraño que decían ser de Francia. El cura
ardió en cólera y los despidió del sitio teniendo la convicción de que el padre
celestial era el causante de lo ocurrido.
El sacerdote insistía que eso era una prueba de Dios para
cambiar las costumbres de los pobladores. Pidió el cierre del bar, la expulsión
de Manuel, el cierre de establecimientos comerciales y las reuniones nocturnas
por un determinado tiempo. El alcalde y el pueblo aceptaron gustosos en
principio, sin saber las consecuencias que esto traería.
Meses después, el oro negro llegó al pueblo andino olvidado,
cubriendo sus calles con un manto valorada en muchas riquezas. Fue ese el
inicio del fin del ferrocarril. Las reglas del sacerdote se convirtieron en
leyes hasta su muerte. Leyes que debilitaron el lugar y lo llevaron a
esconderse y ocultarse de los otros, despidiendo al progreso y cerrando las
puertas a los cambios que se avecinaban sin saberlo.
Y ese doble amanecer quedó grabado en la memoria de los
habitantes por muchas décadas. Algunos sobrevivientes recodaban con temor lo
ocurrido. Antes de terminar el Siglo XX se anunció otro eclipse solar. El
alcalde del pueblo repartió volantes sobre el fenómeno para evitar lo que casi cien años atrás desató
la locura. Trajo a dos astrónomos para explicar lo que ocurriría. Cuando el sol
se escondió, las vacas mugieron, los gallos quiquiriquearon pero los habitantes
del pueblo andino olvidado presenciaron asombrados el fenómeno que cambió su
futuro, y que despidió al progreso y cerró las puertas a los cambios que se
avecinaban sin saberlo.
Hola David, me causó gracia, pero hay una línea delgada entre lo que se ignora y las creencias religiosas, la primera se aprovecha de la segunda, así da fe de ello la historia. Muy buen texto.
ResponderEliminarAbrazo.
Hola Alejandra comparto tu idea. La ignorancia se aprovecha de las creencias religiosas que ha sido más golpeada que la primera. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo, siempre un honor tenerte por aquí.
EliminarMe ha gustado mucho el texto, con ese toque bien ilustrado de las consecuencias de los mitos pueblerinos. Aunque personalmente creo que a veces son las diversas creencias religiosas las que se aprovechan de la ignorancia de la gente. Muy buen relato. Saludos!! ;)
ResponderEliminarCreo que tu punto también tiene mucho sentido si tocamos el trasfondo histórico. Me alegra que te haya gustado, gracias por pasarte. Un abrazo fuerte.
EliminarTanto escándalo por un eclipse solar. Hoy parece un chiste, pero antes era cosa sería. Bueno, la historia nos da muchas pruebas de ello. Y la religión aprovechando la ignorancia de la gente... En ese tema no entro o haré que el blog estalle y no quiero que eso suceda... Para los líos de gran envergadura está el mío (Je, je, je, je, je, je, je, je, je... coming soon ji, ji, ji, ji).
ResponderEliminarUn relato pintoresco y algo gracioso, si lo vemos desde hoy día obviamente. ¡Saludos!
jejeje si es mejor que no entres en ese tema, el suburbio podría explotar y dejar consecuencias catastróficas jejeje. Es un relato pintoresco y esa historia aún la recordamos en este pueblo con risas, aunque a los mayores no les causa gracia. Muchas gracias por pasarte Nahuel, un abrazo grande.
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