Observando la fotografía sepia en la que ella y su esposo
eran protagonistas, doña Helena recordó el día que contrajo matrimonio. Una celebración
por todo lo alto. Fue el cuarto matrimonio que se celebró en el recién fundado
pueblo andino olvidado. Aunque la foto mostraba dos rostros con facciones
serias e incluso hasta de molestia, la realidad era otra. Podía demostrarlo, porque luego de quince
años seguía estando viuda.
“En aquella época todo era distinto” decía siempre doña
Helena para explicar el por qué se casó a los catorce años y fue madre a los
quince. Era una cuestión que siempre la llevaba a enfrentar a su bisnieta de
casi la misma edad. Ella aplicaba una frase que repetían todas las abuelas del
lugar. “Antes existían más caballeros que ahora”. Lo cierto fue que ella
terminó amando al hombre de su vida sólo tiempo después, sin saber si fue por
costumbre o resignación.
Ella fue el producto errado de las predicciones de la bruja
del lugar. “Será un varón” dijo a su padre. La borrachera de él fue épica, así
como su amargura al momento del nacimiento. Su mujer murió quedando al cuidado
de una niña que al casarse y tener hijos sepultaría su apellido si no hacía
algo para evitar el bochorno social.
Fue entonces que la pequeña Helena tuvo madrastra y un
hermano menor. Sería ese niño el estandarte del apellido Rincón por una
generación más. Su padre la amó, y en complicidad hicieron muchas travesuras.
Aprendió a sembrar piñas, a cocinar junto a su nueva madre y administrar el
poco dinero que llegaba para salvaguardar los estómagos del hambre brutal. Ante
las enfermedades los remedios eran más eficaces que cualquier doctor de la
ciudad.
Una tarde la esperaba su padre para presentarle a su nuevo
esposo. Así fue, sin berrinches, sin insultos, sin amor. Sólo siguiendo la
buena fe de su padre, la única persona que amaba. En dos meses terminó casada y
antes de recibir el año nuevo tenía en brazos su primera hija, Carmen. A
diferencia de su infancia, la niña pudo ir a la escuela y los medicamentos eran
prioritarios, mucho más que esos remedios caseros. Su niña no supo que era
labrar la tierra, mucho menos sembrar. A los veinte años se separaría de ella,
para formar su propio hogar.
Fue entonces que decidió ir a su cuarto y buscar el álbum familiar,
ese le daría las claves para recordar el matrimonio de su hija, uno del que se
tejieron muchas historias y chismes a su alrededor.
El matrimonio de Carmen fue rápido y silencioso. En ella se
perdía el apellido de su abuelo materno, sólo conservaba el de su padre. Los
chismes en el pueblo andino olvidado llegaron a su punto de ebullición cuando
tuvo su primera hija ocho meses después de haber contraído nupcias. “Esa Carmen
se casó con velo y corona y ya estaba embarazada” decía Dolores, una mujer
acostumbrada a ese tipo de trabajo, mostrar en bandeja de plata las vidas de
sus presas.
Carmen tuvo que reconocerlo ante su madre. Helena se sentía
herida, humillada, burlada. En sus tiempos eso era impensable. El velo y la
corona era la señal más clara de que se llegaba virgen al matrimonio, y así lo
creyó. Pidió perdón a Dios y al cuartel de santos que reposaban en su cuarto, y
para mitigar el dolor tomó té de toronjil. Decidió guardar silencio y hacer
caso omiso a los comentarios del lugar. Se dedicó en alma entera a velar por
los cuidados de su nieta, de la cual muchos decían tenía el color de sus ojos.
La niña llamada Andrea cometió tiempo después un atropello a lo “moral” con lo
que casi manda a su abuela a un funeral.
Andrea se convirtió en la primera de la familia en graduarse
de una Universidad. Era un médico respetado. Admirada y odiada a la vez. En los
tiempos de su abuela, una mujer graduada era algo imposible. Se podía soñar con
que el marido lograra un alto cargo y ellas se convirtieran en señoras de
sociedad. Sólo dos mujeres habían logrado graduarse del pueblo andino olvidado,
pero eso fue desechado al estallar una “bomba”.
Salió embarazada sin
haberse casado y sin decir a nadie el paradero del padre de su hija. Era un
misterio, y la comidilla del lugar. Helena no podía creer lo que veía, un infarto
casi la arranca de este mundo. Parecía que las costumbres familiares ya no
tenían sentido. “Gracias a Dios que mi viejo ya murió porque si ve esto todo
fuera peor” decía mientras secaba sus lágrimas. Aceptó someterse al escarnio
público y utilizar una nueva frase que juró nunca decir. “Los tiempos cambian,
tenemos que acostumbrarnos”. Lo que más le irritaba era ver la cara de sus
amigas que padecían el mismo problema con sus nietas y eran las primeras en
masacrar a la suya.
Entonces al salir de su cuarto y tomar un café junto a las
rosas de su jardín, encontró la fotografía que faltaba. Era viviente, su
bisnieta. De quince años embarazada. Ambas se amaban, un lazo familiar fuerte
las arropaba. Cuando doña Helena contaba sus historias de noviazgos, los bailes
y vestimentas de su época, su bisnieta se echaba a reír. Enseñaba a su abuela a
manejar el teléfono, el computador y las redes sociales. Aunque por dentro ella
moría al ver el mundo “al revés” decidía guardar silencio para no entrar en
discusiones fuera de lugar.
Doña Helena no pudo conocer a su tataranieto. Pocos días
antes que el primer varón de la familia llegara a este mundo, ella lo dejaba. Se
llevaba consigo un puñal de costumbres que debían ser practicadas. Se fue sin
saber que fue el detonante de un mundo tan cambiante, de no conseguir las
explicaciones que buscaba al ver los “desastres” que ocurrían en su casa.
Sus familiares cumplieron su última voluntad y prepararon el
velorio, el entierro y el novenario como en los pueblos del lugar, como ella lo
hizo con los suyos, como lo esperaba. Y así la despedían lanzando flores su
hija, su nieta y bisnieta. En un cementerio distinto, con un sacerdote más
joven de lo esperado y un cielo tan oscuro y contaminado que en sus tiempos de
niña jamás imaginó que pudiera existir.
Me gustó la narrativa. Se logró describir las viejas costumbres y las nuevas tendencias. Saludos.
ResponderEliminarEs era la idea compañera. Me alegra que le haya gustado, saludos.
EliminarBuen relato. Se percibe cómo con el paso de las generaciones las costumbres fueron cambiando. Felicitaciones.
ResponderEliminarEsa era la idea Nahuel. Abrazos para ti.
EliminarMuy buen relato. Helena es un personaje con un cielo-infierno dentro alucinante. Me ha hecho reflexionar sobre nuestro mayores y sus creencias. Gracias
ResponderEliminarMe alegra que te guste Ana Lía. Nuestros mayores siempre llevan esa carga emocional, muchas veces en silencio. Saludos y abrazos.
EliminarLa pobre Helena tuvo que ver como el mundo con el paso de los años evolucionaba e involucionaba, depende con que ojo se lo vea, una crisis generacional que se da en todo el globo; buen relato David, feliz domingo.
ResponderEliminarMil gracias por pasarte Alejandra. Tú lo has dicho, depende con que ojo se vea. Un abrazo.
EliminarExcelente recorrido por distintos momentos de la vida David.
ResponderEliminarFelicitaciones.
Era la idea Ricardo. Me alegra que te guste. Un abrazo.
EliminarAntes eran muy ipócritas, tapaban mucho, tambien se embarazaban como ahora, solo que abortaban, o se hiban del pueblo y despues regalaban al bebe y regresaban como si nada. Creo que siempre fuimos iguales, solo que ahora somos mas autenticos.
ResponderEliminarTiene mucha lógica tu idea Estela. Es un tema un poco controversial. Saludos.
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