Cuando la
bruja entró a la iglesia los vellos de aquellos que escucharían el sermón del
día se erizaron. Las señoras “piadosas” que con velo negro ocultaban su rostro
ante la imagen del Salvador apretaron fuerte la camándula y agacharon su cabeza
hasta el fondo de sus sostenes. Unas para no ser descubiertas otras para no
observar lo que ocurría. Un velón caído al suelo fue la señal de que la “hija
del demonio” entraba en templo santo sin razón alguna.
Su olor era
inconfundible. Las hierbas que a diario utilizaba para recetar a sus clientes
que llegaban a ella buscando un milagro para reconstruir un matrimonio, curar
un mal de ojo y conseguir el apoyo de Don Juan del dinero seguían en su ropa.
Limpiaba sus lentes, eso parecía. En realidad observaba por los cristales la
caras de asombro que tras de ella se asomaban. Una cara conocida le sacó una
sonrisa. El sacerdote del pueblo con algunos gestos la saludaba. Las herederas
de la fe casi caen de sus bancas al observar tan sacrílega actitud.
El rito de
la misa no era tan largo desde que el sacerdote Roberto guiaba los caminos de
los fieles del pueblo andino olvidado. Era preciso, comparaba, criticaba y
denunciaba; pero sobre todo exhortaba al “amor fraterno”. Invitaba a todos a
dejar a un lado los chismes y malos comentarios que hundían al pueblo a un
regreso a la misma Edad Media. Él era fresco, carismático y entendedor. Dejando
a un lado su obligación a Dios cuando fuera del templo se reunía con aquella
extraña amiga “no acta” para él. Dolores, la bruja del pueblo que caminaba en
la fila esperando recibir el cuerpo del Señor en la hostia. Todos tragaban
rápido y guardaban en sus mentes la escena que sería la noticia más sonada por
semanas. Incluso más que la muerte del mismo Papa.
Era vienes.
Podía ser la primera vez que Dolores pisaba una iglesia luego de la muerte de
su esposo. Nunca dejó de creer, sentía que su fe seguía más viva que nunca.
Pero detestaba las miradas críticas, humillantes, hirientes. Fue así que juró
no ir más a la casa de Dios durante un tiempo prudencial que terminaron siendo
15 veranos. De su vida sólo se conocía que era una viuda que poco salía, y que
guardaba en su casa un altar de imágenes muy vistosas. Que servían de testigos
principales cuando muchos llegaban a su casa pidiendo remedios, justicia y
amor. La bruja Dolores era la mujer más criticada por las mujeres piadosas,
aunque ellas serían las primeras en darles el título de “bruja recomendable”.
El padre
Roberto cada viernes quedaba a verse en la casa de ella. Estacionaba su carro
al frente del hogar, esperando que alguien se atreviera a decir en su cara lo
que pensaban de semejante actitud. Dejaba la sotana colgada en la sacristía, y
con su habitual camisa gris y pantalón negro llegaba puntual a la hora pautada.
Dolores dejaba la puerta abierta para recibir a su querido amigo. Él único
capaz de hacerlo a esas horas de la noche.
Un café y
dos arepas rellenas con queso aguardaban en la mesa. Él visitante se sentó y de
inmediato se dispuso a comer. Dolores prendió el radio y colocó un CD de
boleros. La música que ambos adoraban y por la cual construyeron una larga
amistad que traspasaba las fronteras del tiempo, la geografía y la fe.
Una tarde
despertó en un cuarto totalmente extraño para él. Roberto intentó levantarse rápido,
pero fue en vano. Gritó y apareció la mujer. Le explicó lo que había
ocurrido.
-Te encontré
tirado en medio de la carretera. Pensé que estabas muerto. Observé que tenías
algunos moretones y no tenías identificación alguna. Imagino que te robaron.
-¡Dios mío
santo! Mujer que el Señor te bendiga, gracias por tu atención.
-Falta
todavía, usted no puede irse de aquí hasta que se sienta un poco mejor… es por
su bien.
-Aceptaré tu
consejo, si no estorbaré. Mucho gusto soy el padre Roberto.
-Es un
placer padre. Soy Dolores, la bruja del pueblo.
Los títulos
de ambos no parecieron sorprenderles. La conversación siguió su curso dejando a
un lado las diferencias impuestas por la sociedad actual. Ambos sabían en el
fondo que sus profesiones eran oficios muy antiguos. Uno surgió primero que el
otro, aunque el sacerdocio terminó siendo aceptado, la brujería relegada.
Decidieron creer que ambos buscaban el bien de aquellos que llegaran a sus
hogares para no perder el trato. Los boleros de Dolores eran los favoritos de
Roberto. Hace diez años de aquel encuentro. Tres años luego, Roberto fue
traslado al pueblo andino olvidado, por órdenes del señor Obispo. La amistad se
fortaleció, y por el curso que llevababa no parecía desaparecer por chismes de
la gente del lugar.
Luego de la
cena, los dos fueron al altar donde Dolores hacía sus consultas espirituales y adivinaba
el futuro a través del humo del tabaco. Seguían siendo testigos principales las
imágenes africanas, indígenas y religiosas que ella tenía en su oficina de
trabajo. Ambos llegaron a un acuerdo “Tú vas a la iglesia y yo al altar” dijo
Roberto una semana antes. El trato fue cumplido ese viernes por los dos.
Dos botellas
de ron parecían irse como agua en el desierto. Dolores como cada viernes pedía
al padre que la confesara. Éste por el poder que le otorgaba la Iglesia la
absolvía de sus pecados. Luego ella adivinaba su suerte con el tabaco. Fue ahí
donde supo lo que se avecinaba “Nos quieren separar… nos van a alejar”. Roberto
sonrió, y trató de no dar importancia al asunto, accedía a ese rito para lograr
atrapar a su amiga poco a poco y seducirla a entrar por los caminos “correctos”
del Señor.
Un martes
llegó una carta del señor Obispo donde explicaba las razones por la que sería
sustituido de la parroquia. La eminencia, le anunciaba que era “decisión de los
feligreses del pueblo andino olvidado, cambiar de sacerdote por las actitudes
que ha tomado el párroco. Tomando un camino alejado al impuesto por Dios y
dando cabida a rumores de todo tipo que afectan la estructura de la Iglesia”. Al
final el texto rezaba lo siguiente “Hijo mío, dicen que cometes adulterio con
una mujer que practica abiertamente el espiritismo, sea cierto o no, lo mejor
es que marches del lugar”. La impotencia se adueñó del sacerdote. Quien buscaba
alivio en el santísimo sacramento. Logró calma y en su último sermón criticó la
actitud de la comunidad. “Yo soy un ser humano. Tengo amigos como ustedes.
Dolores es una gran mujer. Puedo decir con seguridad que me salvó de la muerte,
curando mis heridas y dando aliento diez años atrás. Ustedes confunden las
cosas y las ubican a su conveniencia. Somos amigos sin fe”. Las caras agachadas
mostraban culpa, pero ya nada se podía hacer. Cuando contó lo ocurrido a
Dolores esta se enfureció y lloró amargamente. Ambos decidieron mantener la
comunicación por correo. Dos días después marchaba el sacerdote a impartir sus enseñanzas
religiosas en las cercanías del mar caribeño.
En la
bienvenida del nuevo cura al pueblo andino olvidado, los feligreses le dieron
la bienvenida y con festejos recibían a su nuevo pastor. El techo de la Iglesia
sin razón alguna cayó sin herir a nadie. Los gritos y desespero hicieron
estragos en el recinto. Impactado el párroco no sabía qué hacer. Fue entonces
que una de las mujeres piadosas de velo pensó en voz alta. “Esa fue la bruja
Dolores”.
Dolores fue culpada por lo ocurrido. Nadie
sabe si sea cierto o no. Pudo ser, todo en esta vida es posible. Aunque muchos
pasaron por alto que Roberto tenía planes de remodelar la Iglesia luego de un
exhaustivo seguimiento de algunos ingenieros. Siempre lo dijo, pero nadie le
hizo caso. Todos tenían sus miradas puestas en la extraña amistad de esos
Amigos sin Fe.
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