Eran las
nueve de la mañana y él no se había despertado. Era algo que preocupaba a sus
plantas del jardín y a Canelo, su perro. Al final abrió los ojos, cosa que le
aseguraba que seguía con vida, tenía otra oportunidad de verla. Gonzalo limpió
sus lentes y luego de asearse se acercó a la cocina. El aroma del café
emocionaba a las rosas y girasoles, el hombre que las cuidaba seguía respirando
esperanzas y alegrías.
Gonzalo
Romero era un anciano, podía decir cualquier persona joven que lo conociera. Vio
la luz en una humilde casa del pueblo andino olvidado 75 inviernos atrás. Casi
no salía y poco interactuaba con sus vecinos. Era "raro" según los patrones
sociales del lugar. Desde que su consorte dejara este mundo 20 años atrás, para
él no había felicidad en los cantos de los pájaros y emoción en los chismes que
corrían por las calles empedradas de su confortable hogar. Pero de un tiempo
para acá, Canelo notaba algo distinto en su dueño. Que jugara con él en las
tardes era sinónimo de que la vida daba a su cuidador una segunda oportunidad.
Recibió la
prensa de la boca de su perro, lo acarició y dejó que posara sobre sus pies.
Las noticias del día le parecían poco interesantes. Aunque sintió preocupación
por el conflicto armado que azotaba al medio oriente. Los movimientos de su
cabeza denotaban molestia, impotencia pero sobre todo solidaridad. Al terminar
tomó el retrato que adornaba la sala de su casa. Su esposa y él eran los
protagonistas, teniendo el Salto Ángel como fondo
de un amor enérgico que sembró la semilla de su apellido en la línea de tiempo
de esta vida.
Conoció a
Adela cuando aún era muy joven. A lo lejos la observaba y soñaba con tenerla en
sus brazos, era algo que parecía imposible, pensaban sus compañeros de escuela.
El tímido Gonzalo no era capaz de levantar la cabeza cuando la mujer con rasgos
indígenas pasaba por su lado. Pasó mucho tiempo para poder dirigirle una
palabra, saliendo avergonzado por decirle “Eres más bella que los pies de mi
abuela” la jovencita se sintió burlada y su cara risueña pasó a molestia
en una mínima fracción de segundos. Gonzalo intentó explicar que los pies de su
abuela fueron retratados en par de ocasiones por artistas ambulantes que
pasaban por el pueblo andino olvidado, quedando impactados ante la suavidad y
buen cuido de estos. Todo fue en vano, fue ese su primer despecho.
Los meses
transcurrieron y fue luego de que el padre de Adela comprara un cuadro que por
cosas del destino tenía retratado los pies de la abuela de Gonzalo que todo
cambió. La chica se sintió elogiada y aceptó ser novia del joven. 40 años duró
su amor. Siendo la luna testigo, dio las buenas noches a su amada. Al amanecer abrió los ojos
y notó que esta seguía con las sábanas hasta el cuello. Eso le preocupó porque ella tenía la costumbre inquebrantable de llevarle café a su cama. luego
de unos minutos descubrió que su esposa se había ido primero, sin decir nada, sin
decirle adiós, sin un “Te amo” de despedida. Se quejó con la muerte, la idea era irse juntos, su demanda
no fue escuchada.
Y ahí estaba
de nuevo, en su casa, ese lugar que le servía de refugio y distracción en esa
etapa de la vida donde todo transcurre más lento y la espera a una ida
definitiva hace que las almas empujen el corazón para afuera. Tomó el retrato
de su esposa y lo tiró a la basura. Las mejores fotografías y videos de su existencia estaban en su cabeza. A cada momento podía recordarla sin tener que ver el
cuadro que lo punzaba y afirmaba lo traicionera que era la vida. Tomó un baño,
se puso sus mejores ropas y prendió el que hasta hace poco era un extraño e
innecesario aparato. Entró en la red social y esperó a la persona con quien
tendría comunicación a distancia. Una luz verde servía como timbre, informándole
que su “querida María” había llegado.
La velada
duraba todos los días. “María, mi argentina” así le decía a la mujer menor que
él. Ella tenía 72 años y probando nuevas cosas conoció el internet. En un
primer momento al igual que Gonzalo se sentía intimidada por la máquina. Ellos
que pasaron de las cartas al teléfono, sentían el salto muy crudo para ser
cierto. Fue gracias a esa bestia tecnológica que se conocieron. Habían formalizado su relación hace tres meses. En menos de un mes el novio visitaría
su doncella, su princesa; que no tenía nada que envidiarle a esas de cuentos de
hadas sólo por tener ríos sedimentados en su frente y bolsas de experiencias en
sus algo deteriorados ocelos.
Gonzalo se
daba una segunda oportunidad, no como esperaba, pero oportunidad al fin. María sabía todo lo que le ocurría. Las cámaras encendidas de principio a fin le
daban esa idea de que era “casi real”, cercana a él. Preparaba su comida mientras
ella lo hacía y juntos comían. Recordaban dictaduras y democracias. Juegos y
libros, noticias y sucesos. Las Malvinas era un “estaca” en el corazón de la
aguerrida mujer, la Guyana era la “piedra en el zapato” de él. Tenían un
enemigo en común: Inglaterra. Aunque en tono de broma reconocían que un
saludo de la reina Isabel II, los sonrojaría y los pondría a saltar de un
brinco. Era una nueva manera de ver el amor, eso de que el amor es complejo
comenzaba a tener sentido para ellos. Cuando tenían 30 años cada uno vivía con sus compañeros, jamás imaginaron que un artefacto como ese sería inventado,
y que terminarían sentados frente a una pantalla, mandándose besos, ofreciendo
abrazos y pensando en sexo. Lo que les preocupaba a ambos era que Canelo no
sentía el mismo cariño por Agatha, la gata de María.
Como sus hijos
sólo lo visitaban en navidad, y faltaba mucho para eso, le pidió el favor a la
vecina que más confianza le tenía para que cuidara su casa.
-¿A dónde
vas Gonzalo?-preguntó quisquillosa la señora.
-Voy a
Argentina.
-¿Y eso?
-A conocer
el amor de vida.
La mujer
confundida asintió con su cabeza y sonrió. Por dentro imaginó que era una joven
de quince años. El estereotipo que se tenía de los ancianos salió a relucir en
su mente “Viejo verde, baboso”. Gonzalo abrazó a Canelo, saludó a los
habitantes de su jardín, “pórtense bien” les dijo, sintió que estas aseguraban
que sería así, o de seguro fue el viento que las movió de un lado a otro.
Marchó con su maleta de sueños, sabiendo
que el tiempo iba en su contra. Era momento de gastar los ahorros que pensaba dejarles
a sus desconsiderados hijos, que al final no merecían mucho.
El viaje
desde el pueblo andino olvidado hasta Buenos Aires sería largo. Primero debía
tomar un bus que lo llevara al terminal de la ciudad más cercana. Tomar un
expreso que luego de ocho horas de viaje lo dejara en la Capital venezolana. Y
por último tomar el vuelo con destino a la tierra del tango. Para él era poco,
comparando el tiempo que esperó para que su amada María aceptara que le fuera a
visitar. Sintió miedo cuando el avión despegó, nunca en su vida había viajado
fuera del país. Ese temor se fue diluyendo cuando el mar de nubes estaba bajo
sus pies. Recordó a su querida Adela, sintió que ella aceptaba que él fuera
feliz, esa era su manera de serlo, y todos debían respetarla. Analizó su
situación, estaba muy cerca del cielo, así que pidió a Dios un poco más de
salud y a su ex mujer fuerzas para amar como un día la amó. Bajó del
avión y conoció un nuevo lugar. A lo lejos una mujer con abrigo movía un cartel
que decía: “Bienvenido Gonzalo…Mi venezolano” un corazón adornaba el afiche. Éste sonrió, era un poco más baja de lo que esperaba, pero eso no restó emoción
al momento. Los dos se saludaron, sus cabezas de un lado a otro se movían, al
final se dieron un beso. Uno de retrato, para la historia, para el recuerdo.
Su visita
duró una semana. Los días se hicieron cortos. Regresó al pueblo andino olvidado
por poco tiempo. Dejó todo en regla, los papeles de la casa, el dinero del
banco y algunas pertenecías. Tomó a su perro besó sus flores y marchó de nuevo
a Buenos Aires, donde María lo estaría esperando para terminar de vivir juntos
los pocos días de vida que aún conservaban.
La vida
regalaba una segunda oportunidad a ambos, una que sabrían aprovechar. Vivirían
sin prejuicios, sin miedos sin pudor. Eso se notó el día que tuvieron sexo con
mucha paciencia, olvidando las arrugas, olvidando lo estético. Era un amor en
un presente cambiante. Todos los que los conocían quedaban sorprendidos de su
proeza. En cuanto a Canelo y Agatha terminaron siendo amigos. Eso creían sus dueños,
porque cuando quedaban solos las cosas a
veces se salían de control. En la casa de esos viejos que lanzaron los dado del
destino y consiguieron de la vida una segunda oportunidad.
El amor se va aclarando con la edad. Los prejuicios se mueren de viejos.
ResponderEliminarSaludos.
Así es Nel. Gracias por pasar por mis Suburbios.
ResponderEliminarSaludos a lo lejos.
Que bonita historia. ¡Que bien escrita!
ResponderEliminarHumildemente querida. Mil gracias por leer. Saludos.
Eliminarparece que tuvieras mil años, David. Por que parece que escribieras por experiencia propia. Una comprensión de la naturaleza humana sorprendente...
ResponderEliminarGracias mi hermano Zegui. Esas palabras me animan. Un abrazo por todo y gracias por pasarte a mis Suburbios. Abrazos.
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