Brasil estaba en cuartos de finales. Derrotó a Chile en la
tanda de penales en lo que parecía un juego muy cerrado. Ya no era ese niño que
un día sufrió cuando su equipo favorito fue ahogado por los franceses en 2006,
el mismo día que su madre le había comprado el atuendo, la camisa de Brasil.
Estar en cuartos era recordar el fantasma que lo persiguió durante ocho años y
no lo dejaba en paz. Colombia era el rival a vencer para seguir el camino a la
final.
Tantas cosas en conjunto hacían que este Mundial levantara
pasiones en él. La fiesta del fútbol se celebraba en suelo suramericano, el
grande del sur era la sede y su equipo sonaba como claro favorito a obtener el
trofeo. Esto, por ser sede y haber obtenido la Copa Confederaciones en 2013,
donde la canarinha derrotó con calma a la actual campeona del mundo, que para
su sorpresa no llegaría siquiera a segunda ronda.
El regalo de su madre al despertarse muy temprano era algo
que sospechaba venir. Cada cuatro años esa mujer “vidente” que lo guiaba,
aupaba y protegía, le regalaba una camisa de Brasil. Dios las gracias y luego
de bañarse la puso en su fresco cuerpo. “Te queda bien hijo” dijo ella. Desde
que dejó de ser un niño sentía que los elogios de su madre no eran objetivos,
pero de todas maneras dio las gracias por el gesto. Salió del hogar y partió
directo a la Universidad, donde la fiesta sería el foco de atención para dar la
bienvenida a la máxima celebración del mundo, con garotas al ritmo de la samba.
Perderse ese momento era casi igual que perder un año de su carrera, era mejor
ser parte de la euforia.
La casa de estudio estaba adornaba con banderas y muchos
colores, a lo lejos notó la bandera de la nación que apoyaba. Era “patriótico”
y se sentía cómodo de portar la camisa que lo identificaba. Cuando la fiesta
terminó el juego arrancó. Vencer a Croacia lo llenaba de optimismo y en grupo
celebraba la hazaña. Aunque sus detractores criticaron el arbitraje y un
penalti “no merecido”, a él eso le tenía sin cuidado. Tres puntos le daban tranquilidad
a los seguidores del equipo de las cinco estrellas.
La primera ronda se daba por culminada, y los latinos tenían
registro positivo. La sorpresa era Costa Rica, que venció a una Uruguay que
venía de ser campeona de América y cuarta del mundo. Enfrentarse a México y obtener la victoria le
aseguraría a Brasil el pase a la segunda ronda. Luego de una sólida actuación
del portero azteca, los mexicanos aguaron la fiesta. Cuatro puntos para Brasil,
las dudas comenzaban a surgir.
¿Quedará eliminado? ¿Cómo actuará la gente luego de tantos
conflictos? Dos preguntas que se hacía cada vez que podía el que una vez fue un
niño ilusionado. Decidía restar importancia al asunto y centrarse en sus
estudios. Fue el último partido contra Camerún que selló la clasificación,
Brasil estaba en octavos y se enfrentaría a Chile, que con humildad y gallardía
venía de eliminar a la campeona del mundo.
El juego con Colombia fue intenso desde su inicio. Ambos
equipos tenían el deseo de triunfar, Brasil por obligación, Colombia por
ilusión. Al final el equipo de casa se adjudicó la primera llave a semifinales
de la copa. No todo fue color de rosa, la fractura de Neymar y la acumulación
de tarjetas de Thiago Silva serían la baja más fuerte que enfrentaría la canarinha.
Dos de aquí y dos de allá. Brasil y Argentina representaban
las esperanzas de una Latinoamérica unida que soñaba con tener la copa en la
tierra de Pelé, de Maradona, la tierra del Gabo y Menchú, Bolívar y Martí. Dos
gigantes del sur, que en conjunto sumaban siete trofeos se enfrentarían a
Alemania y Holanda, tres copas sumaban los dos.
Los argentinos adoptados del pueblo andino olvidado no
estaban tan preocupados como sus archirrivales brasileños. “El Papa nos cuida”
decía un joven mientras apagaba un cigarrillo. Una frase tan repetida en cada
calle del lugar. Y es que la idea de que Francisco I, el hombre “más cercano a
Dios” fuera argentino. Tenía al mundo temblando. Los brasileños sólo decían una
cosa “Estamos en casa, la afición ayudará”. Esas palabras daban respiro al
joven que sentía felicidad al saber que el fantasma de 2006 y 2010 no
regresaría más. Estar entre los cuatro mejores del mundo sería una fiesta para
cualquier selección del mundo; pero para los brasileños no. No se conformaban
con puestos relegados que no ayudaban a su palmarés.
El día había llegado. Alemania llegaba con la etiqueta de claro
favorito. Un equipo que a su paso recibía aplausos y respeto. Brasil lanzaba
sueños al aire. El joven observaba a algunos niños jugar en la calle con el
nombre de Neymar sellados en su espalda. Recordó que sus tiempos tener a
Ronaldo era asegurarse respeto entre sus pares. Muchos de ellos ya en el otro
mundo, producto de la inseguridad reinante en el país.
“Tenemos clases hasta las seis” dijo una joven molesta. Era
evidente que ver el partido le costaría caro. Debía pensar, la adrenalina subía
a millón pero tomó la decisión. “Yo veré el juego no sé ustedes” le dijo a sus
compañeros, que en su cara notaron a un “Salvador” que les daba el empujón para
no asistir a clases. La naturaleza comenzaba a dar indicios de que algo malo
podía pasar.
Un viento feroz movía de un lado a otro los temblorosos árboles
que adornaban la universidad. Los vientos traían consigo hojas muertas, ramas y
basura olvidada. No paraba de ventear, y eso era mal augurio para sus ojos.
Pensó en el fin del mundo, su intensidad disminuyó a una noticia de Dios, al
final pensó en que la tragedia podía repetirse. Miró su camisa brasileña y
recordó lo que de niño vivió. Movió rápidamente su cabeza y olvidó lo que
pensó. Tenía sus esperanzas puestas en los once jugadores de Brasil que no
dejarían con facilidad perder el partido de sus vidas.
Con molestia entró a clases. Luego agradeció haberlo hecho.
La profesora sonriente anunciaba las tareas por encargo que debían realizar. La
impaciencia se notaba en el salón, movimientos de un lado a otro y chicas con
camándula en mano rezando a todos los santos latinos para que “los Sifrinos” no
ganaran el partido. Un grito en masa a lo lejos llegó al salón.
-Metieron un gol-anunció uno de los jóvenes de la clase.
-¿De quién?- dijo el de la camisa de Brasil.
-Una a cero a favor de Alemania- expresó un joven que con teléfono en mano
aseguraba que sus palabras eran correctas.
El desespero invadió a los brasileños adoptados, los
seguidores de Argentina aplaudieron y sonreían de la “desgracia ajena”. La
profesora notó la impaciencia de sus alumnos y con serenidad dio la clase por
terminada. En carrera todos los estudiantes se apostaron a uno de los pasillos
de la universidad donde una gran pantalla permitía a más de cien observar el
partido. El joven tenía esperanzas en que el resultado se podía revertir. Brasil
había demostrado a lo largo de su historia levantarse en situaciones peores y
hasta catastróficas. Pero luego llegó el segundo gol. Y la mitad de los
presentes celebraban la gesta alemana. “Venden su alma al diablo” dijo el
joven, que no entendía la actitud de los venezolanos al apoyar a los
germánicos. Notó entonces que varios colombianos, chilenos y españoles eran
parte de esa fiesta.
Su cara de esperanza lentamente se fue mostrando desesperada,
luego triste y por último resignada. Al final el partido dio una aplastante
victoria de siete goles por uno a Alemania, obteniendo así su pase a la final.
Parecía una venganza de lo ocurrido en el último partido del Mundial
Corea-Japón 2002, donde los del sur se alzaron con su quinta estrella a
derrotar a los “káiseres”.
Desunión fue lo que notó el joven en los compañeros que
observaban el partido. La misma que descubrió cuando algunos se fueron molestos
al ver a Costa Rica vencer a Italia. Los “Sifrinos” salían triunfantes, quizás
pudo pensar eso de niño, pero ahora no. Se cayeron las ideas de que el evento
estaba “comprado” de que los árbitros influirán y pare usted de contar los
pensamientos que rodeaban a los aficionados. Tomó el bus de la universidad y
marchó a su casa.
Por el camino notaba la cara de consternación muchos niños,
jóvenes y adultos que portaban la camisa de Brasil. Esos sietes goles eran más
dolorosos que dar a luz, estar por tres horas crucificado y perder a un ser
querido. Quedaban pegados en el orgullo, ese que a veces nos hunde pero que en
ocasiones nos sube. Al llegar a su casa su madre le recordó el momento en que
tuvo la franela de Brasil y perdieron con Francia en 2006, donde los galos
serían subcampeones.
Esta historia termina sin saber lo que pueda ocurrir mañana.
El niño brasileño jamás permitiría que Argentina clasificara. El joven de la
camisa sí. Porque a pesar de todos es un Mundial para triunfar. Latinoamérica
debe estar unida. Implorar a sus santos, desear que el Papa hable con Dios y
que Messi logre el engranaje perfecto para poder brillar. Sería la manera que
el niño de la camisa de Brasil con serenidad acepte lo ocurrido y espere con
ansias el duelo por el tercer lugar. Aunque su mente lo traiciona. Un tercer
lugar entre Argentina y Brasil hará que los habitantes del pueblo andino
olvidado sepan quién es el mejor de la región. ¿Los seguidores del Rey o los
creyentes del Dios?
En pocos días sabremos lo que ocurrirá. Incluso el joven de
la camisa de Brasil.
Hola David,me parece muy bien que de pronto nos traigas relatos de lo actual,lo que se está viviendo y de lo que todo mundo comenta,eso le da frescura a tus letras,felicidades por ese mar de inspiración,saluditos...!!! :)
ResponderEliminarHola querida, tú siempre tan consecuente en mi Suburbio. No te niego que sufrí. Pero Alemania hizo un juego perfecto. Era necesario reconocerlo pero desde la perspectiva brasileña. Saludos.
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