Corría el año 1919, Fernando Bustamante tenía la dicha de
contar con uno de los pocos automóviles que para la fecha existían en
Venezuela. Una velocidad mínima y robando miradas de alguno campesinos que
llegaban del interior buscando “un mejor estilo de vida” le sacaban en
ocasiones un sonrisa. Ese 29 de junio no le dio tiempo de frenar, escuchó el
impacto y ante las miradas atónitas de los presentes muchas cosas pasaron por
su mente. Había atropellado a un hombre de sombrero negro, cuando salió de
inmediato a socorrer a la víctima ya era demasiado tarde. Su rostro llegó a ser
pálido cuando supo de quien se trataba.
Sabía que era uno de los médicos y científicos más respetados
del país, ¡Toda una proeza para esa época! Entre sus pares la admiración pasaba
de boca en boca. Trece obras publicadas, decisiones ingeniosas y un camino
creado para la entrada de Venezuela a un mundo más moderno eran sus cartas bajo
la manga, aunque lo más resaltante de su vida no estaba en el reconocimiento,
sino en la nobleza de su corazón hacia los más necesitados.
Doña Dolores llegaba a Isnotú (pueblo ubicado al oeste del
país, en los andes venezolanos) a pagar una promesa que debía de años, pero que
nunca llegó a olvidar. Supo de él por su madre, y muchos coterráneos que
anunciaban a viva voz que era capaz de “hacer milagros” para ella lo más genial
del asunto es que era venezolano. No hacía faltar implorar a otro santo una
petición, que a lo mejor no entendiera nuestro idioma. El médico de los pobres
como es conocido en el país, las Islas Canarias, Colombia, Aruba y Ecuador es
un apodo muy conocido “cumplía de verdad”; para Dolores estar en Isnotú
cambiaba todo, un pueblo forrado casi en su totalidad por miles de placas
metálicas agradeciendo milagros o favores concedidos le aseguraban que estaba
en el lugar correcto. En la que fue la casa de José Gregorio Hernández.
Vicente Monagas un respetado cirujano e historiador de la
capital venezolana no llegaba buscando en Hernández “algún milagro” sentía
mucha admiración por “el venezolano del Siglo XX” y le preocupaba que la labor científica de
éste fuera eclipsada por su decisión de “amar a Dios sobre todas las cosas y
servirle hasta que dejara este mundo” era algo que no iba con sus principios;
aunque reconocía que en decenas de veces muchos de sus pacientes terminaban “sanados”
sin explicación alguna y atribuyendo el “milagro” a José Gregorio Hernández. “Me
visitó un hombre vestido de negro, sombrero y maletín y terminó curándome de
todo” era una de las frases más escuchadas en el hospital donde trabajaba, que
por cosas del destino llevaba el nombre del ilustre venezolano.
El doctor Monagas entra en la vida de Hernández y queda
admirado por lo que encuentra. Un hombre que hablaba español, portugués,
francés, alemán, italiano, inglés y dominaba el latín. Era músico, filósofo y
tenía profundos conocimientos de teología. Trajo el primer microscopio al país,
fundó la cátedra de Bacteriología. Gozaba del respeto de los gobernantes de
turno, y del pueblo caraqueño en general, cosas que para la fecha no era del
todo normal. Era caritativo con exageración y terminaba comprando “las
medicinas de personas de muy bajos recursos, fue de esa manera como murió
atropellado” decía el doctor Monagas, quien no caía del asombro al saber que
Hernández no ligara la “ciencia con lo divino” y dejara a un lado sus
influencias científicas para seguir a Dios.
Cerremos los ojos y volvamos a 1919. Ese 29 de junio
celebraba 31 años de haber aprobado su examen de grado en la Facultad de
Medicina. A José Gregorio le gustaba pasar los domingos en familia, a lado de
su hermana y algunos compañeros que llegaban en ocasiones a saludar. Ya en la
tarde, la puerta de su hogar era golpeada de forma brusca, al abrir un hombre
explicó lo que ocurría “una señora está muy enferma doctor, y no cuenta con
recursos” ese no era un impedimento para él, nunca lo fue. Tomó su maletín y a
paso veloz caminó las aceras de aquella Caracas que no sabía mucho acerca de
petróleo y edificios de concretos tan gigantes como el cielo. Entró a una
botiquería (farmacia) que estaba por el camino, sabiendo que la señora no contaba
con dinero suficiente decidió comprar lo necesario para ella. Al salir y cruzar la calle no hubo tiempo de hacer
nada. Fue embestido por un automóvil, el impacto en sí no fue nada grave, lo
mortal fue golpear su cabeza con el muro de una acera, fue en ese momento donde
los ojos de uno de los más admirados venezolanos cerraban para siempre. Un
compañero diría después que éste le dijo que estaba feliz por el tratado de la
paz firmado en Versalles (firmado un día antes de su muerte) y que “se había
ofrecido como holocausto para poner fin a la guerra” parecía que todo estaba
sellado, pero no para el conductor.
Fernando Bustamante horrorizado por lo ocurrido, había atropellado
a su profesor de bachillerato, el hombre que tiempo atrás pudo salvar a su
hermana de una enfermedad mortal, un personaje que admiraba y que sería el
padrino del hijo que su mujer llevaba en el vientre, parecía una historia de
terror. Con un desconocido que se encontraba en el lugar prestó los primeros
auxilios al doctor, recordó que no había médico en el hospital y dispuso a
buscar a Luis Razetti, otro prominente hombre de ciencias gran amigo de
Hernández. Cuando llegó al hospital un sacerdote anunció que José Gregorio Hernández
había muerto. El cielo cambiaba de tonalidades y muchos al escuchar la noticia
decían al unísono “¡Ha muerto un santo!”.
Caracas se paralizó ante el cortejo fúnebre de José Gregorio Hernández.
El dictador envió sus condolencias y en ríos humanos era llorado. El entierro
del “Siervo de Dios” fue el más concurrido en décadas, tanta gente no se
aglomeraba ante una urna de madera, ni presidentes de aquel entonces fueron
homenajeados de esa manera. Algunos afirman que solo ha sido superado por el
del fallecido mandatario Hugo Chávez. Luego de su muerte “comenzó lo bueno”
diría el doctor Vicente Monagas.
El juicio a Fernando Bustamente era algo insólito en el país,
no existían leyes apropiadas para este tipo de muertes. Quizás no fue el primer
accidente mortal donde un carro era el culpable, pero fue el primero en ser
registrado y que recibió notoriedad nacional. Años después, antes de morir
Bustamante aseguró lo que era obvio, el peso de una culpa lo perseguía durante
toda su vida. La familia de Hernández envió
un escrito al juez asegurando que fue decisión de Dios lo ocurrido, apartando
de la culpa al hombre que siendo joven fue alumno de Hernández.
Luego comenzó el proceso de beatificación, cuando muchas
personas aseguraban ser tocadas por el “médico de los pobres” se abrió un largo
y atropellado proceso que permitió que en los años ochenta y de visita en
Venezuela Juan Pablo II lo declarara “Venerable”
el grado más alto antes de llegar al proceso de beatificación, que parece
estancado a través del tiempo. Muchos ven con emoción el “interés” del papa
Francisco hacia el caso de José Gregorio Hernández, el noble trujillano que
traspasó fronteras. Este año desde el cielo apagará la vela número 150. El gobierno
nacional emprende una remodelación completa de la iglesia la Candelaria donde
reposan sus restos y el Santuario en Isnotú, lugar donde nació. Para muchos
este paso es un claro ejemplo de que el deseo de los venezolanos de ver a su
máxima figura religiosa nacida en esta tierra pueda llegar al lugar que le
corresponde: los altares de la nación.
José Gregorio Hernández fue elegido “El venezolano del Siglo
XX” por un conocido periódico venezolano de gran trayectoria. Superando a
destacados personajes del acontecer nacional e internacional, a presidentes, a mises
y deportista, Hernández recibió un título de un pueblo agradecido por sus
actos.
Vicente Monagas respeta las creencias de cada quien, solo le
cuesta entender que la “maravillosa obra científica” de Hernández sea apartada
para darle veneración y culto. Siente dolor por lo que sucede en el país, y
asegura estar molesto porque sus obras no sean investigadas a profundidad. “El
legado de Hernández es todo lo que hizo en vida, no sus aspiraciones religiosas”.
Doña Dolores acepta que no sabe mucho acerca de los avances
que en materia científica Hernández hizo para un país agrícola en ese entonces.
“Lo importante aquí es que él es un santo. Ese si es un verdadero médico que
incluso después de muerto sigue curando a todos aquellos que lo necesitan. Mi
nieta tenía cáncer y gracias a él desapareció. Respeto a todos aquellos que
apoyan sus obras científicas, pero para mí es el doctor de los pobres, de
aquellos que como yo levantamos plegarias cuando no encontramos otra
alternativa en esta vida”.
Para Monagas el es un “Santo de las ciencias” un revolucionario,
un hombre de milagros científicos. Para Doña Dolores un hombre de bien, que sirvió
a los demás y aunque no se ha aprobado el último milagro necesario para llegar
a los altares de la iglesia católica, eso no le preocupa. “Para Venezuela él ya
es un santo. Está en nuestros en los altares de nuestros corazones, en el
clamor popular de un pueblo que necesita ser curado”.
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