Los pobladores aseguraban que él fue uno de los fundadores
del pueblo que hoy soñaba con ser una ciudad moderna. Era algo que dividía
opiniones, muy poco se sabía de él; sólo que era capaz de regalar sonrisas a personas que estuvieran pasando situaciones
muy difíciles. Algunos lo consideraban un superhéroe.
Mérida era un pueblo escondido, las montañas la cobijaban,
y protegían de la inclemencia de los
mares. Los techos naranja de sus casas adormecían al que la visitara. Era un
contraste de colores. Desde el azul más intenso, al verde más ingenuo daban la
bienvenida a un nuevo día. El sol iluminaba al pueblo y encendía la motivación
de cada habitante del lugar quienes con tranquilidad paseaban por sus calles
empedradas que aún no eran tocadas por el petróleo, ese excremento del “demonio”
del que muchos campesinos comenzaban a temblar a tan solo oír su nombre.
Fue en esa época de romanticismo y espejismo que él la
conoció. En la iglesia del pueblo servía como monaguillo, siempre estaba a las
órdenes del pastor, no lo hacía por tocar la campana, o anunciar a los
presentes que era hora de levantarse o sentarse en los asientos; era monaguillo
porque el sacerdote era su tío. Estaba en la obligación moral y familiar de
apoyar al que fue su padre en el largo y tortuoso andar en los servicios del
Señor. Casi siempre se quedaba dormido, sólo un ronquido falso de su tío lo
despertaba para seguir los paso de la liturgia dominical; fue un domingo de
Ramos que se deleitó al verla.
Con las palmas sostenidas con sus manos para que fueran
bendecidas por el sacerdote, Beatriz observaba con detenimiento al monaguillo,
le causaba risa cada vez que lo veía dormir por algunos segundos. Su madre con
un jalón de cabello bien disimulado le hacía entender que no era lo apropiado “En
misa ni se respira mujer” decía la señora entre los dientes. Cuando ambos
hicieron contactos con sus ojos la cosa cambió por completo, para Julio ser
monaguillo tenía sentido desde ese momento, se sentía bendecido y enamorado a
primera vista de ese hermosa joven que hasta ese instante no conocía ni
imaginaba que existía. El sacerdote lanzó agua bendita por los cuatro puntos
cardinales y daba por concluida el oficio religioso, Julio por su parte se
dispuso a perseguir a su “futura novia”.
Aunque en Venezuela no se da la primavera, los olores a flores
llegaban en Mayo. La frescura de las montañas invadía al pueblo, y los
pobladores adornaban sus casas con orquídeas, girasoles, camelias y rosas de
distintos colores. Ya en el transcurso de una “tormentosa modernidad” esa
tradición iba desapareciendo, quedando en el recuerdo de aquellos que por la
sabiduría humana contaban las historias a sus nietos y bisnietos quienes
quedaban sorprendidos de aquellas historias sacadas de cuadros paisajistas de
algunos museos que albergaba la ciudad.
Un hombre de piel tostada, de apariencia sencilla, sin tanto
protocolo y protegido por un abrigo de lana se paseaba por algunas calles del
lugar. Una vez al año bajaba de las montañas a regalar sonrisas y sorprender a
enamorados con algunas rosas que encontraba por el camino. “Llegó el caminante”
decían algunos, él se levantaba su sombrero de caña brava para agradecer el
gesto, diciendo: “aquí estoy”. Del saco que llevaba en su espalda regalaba
flores al que se encontraba, solo dejando las más hermosas orquídeas a la dueña
de un puesto de dulces que trabajaba junto a su nieta cerca de la plaza del
lugar.
Ella con cariño siempre las recibía, dando las gracias por tan bonito gesto permitía que el anciano
marchara a paso lento, para volverlo a ver 365 días después. Para ella lo más
hermoso no eran las flores, era saber que aún seguía con vida, y siguiera regalándole
sonrisas como la primera vez que lo conoció.
Luego de terminada la misa él la siguió hasta su hogar. Fue
entonces que descubrió que ella era una refugiada de la guerra.”Esa familia se
vino de España, allá y que hay una guerra muy fea” le dijo su madre cuando éste
preguntó por ellos. Beatriz Rodríguez era oriunda de Madrid y zarpó junto a su
familia buscando estabilidad y paz al otro lado del océano, dejando a su andar,
sueños rotos, y esperanzas pérdidas para ser recibida por un país que crecía,
pero que seguía siendo una niña indefensa en el mundo al igual que ella, huir
se convertiría en uno de los errores que la perseguirían de por vida.
Beatriz y Julio lograron conocerse, a escondidas se veían.
Cada 17 de mayo él le llevaba orquídeas para mantener viva la llama de un amor
no correspondido, eso siempre lo supieron, por eso ni un beso se dieron. “Es un
amor destinado al fracaso Julio, mi padre jamás aceptará que yo me case con un
venezolano” decía ella aceptando su destino, pero sin hacer nada para
impedirlo. “Yo tampoco puedo insistir mucho en ti, mi madre jamás aceptaría que
yo me casara con una extranjera” decía él para no sentirse avergonzado de no
ser de sangre “conquistadora” como ella; ambos sabían que las palabras de Julio
era para no quedar en silencio y aceptar con fuego que por ser pobre y
sencillo, jamás llegaría a darle el apellido González a una Rodríguez de
Madrid.
Cuando supo que Beatriz se casaría, entró en locura, era un
tema ya hablado, sin retorno y sin salida; pero sentir que más nunca
compartiría con ella, no escuchar ese acento que le parecía tan gracioso y
aprender de esas historias fantásticas que ella le contaba de ese lugar ubicado
en Europa lo atormentaban. Decidió huir a las montañas, donde nadie supiera de
él, solo su madre. Pidió a la mujer que lo trajo a este mundo que le mandara
una carta a Beatriz, “dile: que cada 17 de mayo pasaré por su hogar a regalarle
orquídeas, como la primera vez que lo hice cuando la conocí” era una oscura
tarde de agosto cuando marchó a las montañas traicionado, porque esperaba que
en lo más profundo de su corazón Beatriz recapacitara, pero no fue así. Terminó
de construir la cabaña que una vez su padre ya fallecido comenzara a diseñar.
Llevó consigo una carta sellada que Beatriz le dio el día que le anunció la
cruel noticia, nunca la abrió, pensó que era la invitación, sería absurdo
pensar que Julio asistiría a la ceremonia.
20 años después cuando un grupo de
misioneros lo enseñaron a leer supo que no era una invitación, era la llave
para cambiar el destino de ambos, que quería ser sellado por fuerzas ajenas a
ellos. “Canijo: Dos días antes de la boda, pasa por mi casa, escapémonos de
este lugar, rompamos las reglas…Tuya: Beatriz” su vida dio un giro por
completo, pero no había nada que hacer. Entendió la molestia de ella los
primeros años que le llevaba las más hermosas orquídeas. Miró a los cielos y
pidió perdón a Dios, pensando que era un castigo por quedarse dormido en la
santa misa. Meses después recordó que para mostrarse “interesante” le aseguró a
Beatriz que sabía leer y escribir, una mala elección, si hubiera intentado ser
sincero, la cosa fuera distinta, ella comprendería y de su boca le diría lo que
había escrito
.
Pasaron 45 años desde la primera vez que regaló sonrisas, no
sabía que sería la última vez que bajaría al pueblo, ni siquiera lo imaginaba.
Sentada vendiendo dulces, Beatriz lo esperaba, ambos sonrieron, se dispuso a
entregar las orquídeas y seguir su camino, pero ella lo atajó. Tomó una mochila
que guardaba bajo la mesa, lo miró a los ojos y dijo “Mi nieta ya marchó a la universidad,
más nunca volverá, es la hora de vivir… ¿Puedo irme contigo?” Sorprendido pero
feliz Julio asintió con la cabeza. A las afueras del pueblo estaba su caballo
marrón, montó a su Dulcinea y guiando al animal comenzó su peregrinar hasta su
hogar. Desde ese momento y durante seis años que vivieron llenos de amor, bajo
el sonido de las aves, el café de la mañana y algunos intentos para reavivar el
amor a su edad. Julio miró al cielo, agradeciendo a Dios por ser él, el
regalador de sonrisas de aquella mujer que tenía a su lado casi medio siglo después,
las arrugas y el cansancio no hicieron estragos en los dos para empezar de
nuevo el camino del amor. Les quedaba poco tiempo, no había chance para fallar.
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