Al despertar sabía que no había marcha atrás. Tomó las cosas
como a su edad lo debía hacer, con paciencia y tranquilidad. Se levantó de su
cama, esa que por años no le permitió tener acompañantes. Al observar por la
ventana las personas que como hormigas marchaban a laboriosas a un destino
incierto para ella, quiso guardar el recuerdo; no sabía lo que ocurriría luego
de eso, pero si sus pensamientos seguían despiertos, recordaría ese momento
como el último en esta vida.
Desde hace veinte años sólo preparaba una taza de café. Era
su amiga, su acompañante, su pañuelo de lágrimas en momentos de dificultad. Le
agradaba ver como el humo salía del pocillo de cerámica y terminaba volatizándose
en la sala de su casa, de esta manera veía su vida a diario. Tenía años esperando
la muerte, y ahora que llegaba a su vida por última vez no sabía qué hacer,
llorar, reír o recordar eran las opciones que tenía en sus manos. Decidió
recordar, no su historia en la tierra, sino las veces que esa compañera de vida
estuvo a su lado, y las veces que la dejó ir por miedo o caprichosos sin
sentidos.
No conoció a su compañera cuando era una niña, la muerte le
parecía “cosa de lejanía” se sentía eterna, con fuerzas para seguir la vida. No
le tenía miedo a esa palabra, al contrario estaba tan llena de dudas que por
curiosidad quiso saber cómo era. La muerte nunca se lo permitió, sólo cuando ya
era capaz de saber las cosas por su nombre, fue que se mostró en todo su
esplendor.
Los cuentos y tradiciones que corrían por su pueblo eran muy
diversos, desde fantasmas vestidas de novia, y hombre más alto que una acacia
que silbaba por las noches de parranda. Supo de la boca de una señora que no
tenía la capacidad de ver lo terrenal del mundo, pero sí percibir lo que
ocurría sin que los demás supieran, que la amenaza de una madre era señal de “mal
augurio”. “Si tu madre te dice que si sales de tu casa sin permiso te pasará
algo, será así” decía la señora mientras fumaba un cigarrillo. La anciana “daba
fe” de sus palabras con la sabias palabras que escuchó de su abuela “Dios le
dio a cada madre, un poco de su poder, para que en momentos decisivos, puedan cambiar
el rumbo de los destinos”. Esa estampa andina nunca fue borrada de su cerebro,
y se afianzaba en los cimientos de sus hechos.
Una noche de fiestas en su pueblo, hizo todo lo que su madre
pidió, barrió la casa, limpió con desinfectante los cuartos, lavó los baños y
terminó haciendo el almuerzo y cena de su hogar. Necesitaba la aprobación de su
madre para ir a la fiesta con sus amigas de la calle donde vivía; pero al final
de todo, su madre no vio conveniente que ella fuera a esa fiesta. “Vendrán
mejores hija, no veo prudente que salgas a la calle sin que tu padre esté en el
pueblo”. La mujer a quien llamaremos Hilda, entró en cólera y comenzó a gritar
improperios contra su madre, en pocos minutos la humilde sala de su casa era un
ring de boxeo. Le aseguró a su progenitora que iría a la fiesta, con o sin su
consentimiento. La madre al no ver que su hija entraba en razón le dijo: “Si
sales de esta casa, volverás cuando yo esté muerta”.
Restando importancia a las palabras de su madre, que era
conocida en el pueblo como una mujer extremadamente “exagerada” terminó de arreglarse
y salir coqueta por las calles del pueblo. Fue ese día que probó el alcohol,
esa bebida que tanto gustaba a su padre, y al rato sus efectos. Bailó hasta que
sus juanetes se lo permitieron, terminando la velada en los brazos de un
caballero (esos de que están en peligro de extinción) quien la llevó hasta la
puerta de su casa. Sus amigas se sorteaban quién llamaría a la madre de Hilda,
hasta que una moneda selló el destino de una de ellas. Tocó la puerta esperando
el insulto correspondiente, pero al contrario de lo que esperaban solo se
escuchaba un silencio. Cansados de
tocar, preguntaron a Hilda si tenía una llave, o una trampa para entrar, ésta
como pudo dio las explicaciones, siendo su amiga la traductora de ese raro
idioma que produce el alcohol y el caballero el encargado de forcejear la
puerta de un lado a otro, y mover la manilla de manera circular para poder
entrar. Al abrir la puerta un grito aterrador hizo desaparecer los efectos del
alcohol en Hilda, al descubrir que su madre yacía en el piso, con un color que
por poco se asemejaba al cuadro del mar Caribe que estaba en la humilde sala de
su casa.
Fue desde ese doloroso momento que ella conoció quien era la
muerte. Decidió guardarle respeto, y luego de unos meses quiso olvidarla para
siempre, pero le era imposible. No podía sacar de su cabeza su presencia, su
forma, su poder y la capacidad de dominar sus pensamientos de una manera tan
asombrosa, que luego de pensar en comer, sólo pensaba en ella.
Luego de eso fue más precavida con su vida, no fumaba, para
atraerla de manera rápida, no bebía para que al llegar no fuera tan dolorosa la
bienvenida, no se mojaba en la lluvia, cuidaba su piel, entre miles de cosas
que realizaba para alargar el destino. Se convirtió en la “maniática” de su
propia vida, dejando a un lado placeres que pueden ser dañinos cuando con
exceso se realizan, dejó de frecuentar lugares que pudieron ser los retratos
colgantes en sus noches de pensamiento, sólo por el miedo a la muerte, la cosa
que más odiaba en este mundo sin razón aparente, porque el forense aseguró que
si su madre “hubiera recibido la pastilla a la hora que le correspondía” el
destino fuera otro.
Decidió escribir luego de haber leído más libros de los que
se permitía la modesta biblioteca de su pueblo. Al casarse la costumbre de leer
siguió intacta, más aún cuando su esposo, un ilustrado catedrático le llenaba
de orgullo saber que su mujer no era “como las demás”. Escribió mucho, de cosas
de la vida diaria, de cocina, de historia, de religión, de sueños y fantasías.
Dándose cuenta ya tarde que en todos sus escritos la muerte siempre tenía un
sitial de honor, como buena amiga, como la odiada por todos, como la “necesitada
salvadora” como simple retrato figurativo. Fue desde ese entonces que “limó
asperezas” y se dio la mano con ella, juntas comprendieron los secretos de la
vida, y aunque en ocasiones la muerte llegaba para llevársela a su hogar, Hilda
terminaba convenciéndola que no era el mejor momento para hacerlo.
La muerte enfurecida no perdonó la traición que Hilda le
hacía cada vez que leía un libro nuevo, o escribía una nueva historia. El
universo no le permitía actuar ante una situación como esa porque relativamente
“Todo debía ser culminado” la muerte explicaba desde distintos ángulos que ella
hacía las cosas con “doble intención” pero su caso era denegado infinidad de
veces. Fue entonces que con su sabiduría de miles de millones de años, que
molesta con su amiga clavó el puñal certero para hacer que ésta terminara rindiéndose.
Y por poco lo logra. La muerte de su esposo, hizo que Hilda dejara un lado sus
lecturas, y la estrategia de escribir para alejar a la muerte. Acostada en su
cama la esperó, pero la muerte volvió a fallar cuando supo que aún no era el
momento preciso para que ella se despidiera con un “adiós”.
Fue después de 20 años que Hilda descubrió que no había
marcha atrás. Un día antes la inspiración desapareció de su mente, tomó sus
maletas y con jubilación en mano fue a descansar, lo supo cuando no tenía más
nada que escribir, los personajes de su cerebro habían desaparecido, y las
escenas y paisajes dignos de relatos de amor eran ahogados con el pasar de los
años. Al otro día esperaba tomando una taza de café a su “querida” amiga la muerte.
Al escuchar sus pasos, los nervios se apoderaron de ella, las
lágrimas comenzaron a salir, la taza de café cayó al suelo quedando partida en
decenas de pedazos. Ambas se vieron cara a cara luego de ochenta años. La
muerte sólo dijo “No llores ni me guardes rencor. Sentía celos de que
estuvieras en este mundo que no fue hecho para ti, es la hora que descanses”.
El miedo de Hilda desapareció cuando la muerte mostró los
regalos que traía, su esposo, su madre, su padre y algunos amigos que siempre
extrañó, fue sólo así que limpió sus lágrimas y marchó junto a ellos al hogar
de aquella amiga que siempre alejó y apartó; pero nunca salió de su corazón.
Dos días después su cuerpo fue encontrado tendido en la sala
de su casa. “Al final se fue con la taza de café que la acompañó por décadas
sola en este hogar de recuerdos” dijo su vecina. Aunque eso no era del todo
cierto, Hilda seguía escribiendo para otro público y se dice que en las mañanas
de la muerte toma juntos a sus compañeros una taza de café, esperando alejar su
regreso a la tierra lo más que pueda.
Excelente historia David, en verdad me atrapo.. Un gusto leerte, sigue escribiendo que lo haces muy bien..
ResponderEliminarGracias compañero. Encantado que te guste la historia. Leí tu poema sobre las Malvinas y también me dejó cautivado. Saludos a lo lejos.
ResponderEliminarHola David! ¿cómo estás?. Me ha encantado mucho el nuevo capítulo de tu historia, te felicito, ¡Sigue así, querido amigo!. Eres un gran escritor :).
ResponderEliminarTe mando infinitos saludos y abrazos argentinos para toda tu familia, amigos y para vos :).
Nico :).
P.d: la seguiré leyendo a tu novela, es muy atrapante :).
Hola Nico, agradecido por tu comentario. No es una novela compañero, son historias diarias, cada día (Si Dios lo permite) conseguirás un relato nuevo. Gracias por los saludos y abrazos, son recíproco para ti.
EliminarSaludos desde Venezuela, espero todo marche bien en tu país. Un abrazo.