Los Briceño tenían sueños como todos los habitantes de ese pueblo olvidado,
querían surgir y dejar atrás la pobreza que los perseguía de generación en
generación. Pobreza que como la peste los atormentaba en las noches y no les
permitía mirar más allá de sus horizontes, necesitaban buscar la manera más
saludable de vivir mejor.
Para Leonor la madre de doce niños no todo era tan difícil
como su esposo Agustín lo quería mostrar. Ella se sentía bendecida por tener en
su salud y bendición en el hogar, la comida aunque era medida era la necesaria
para la buena alimentación de todos, y en algunos casos sobraban algunos
bolívares para ir al autocine ubicado en la próspera ciudad a unos veintes
minutos de su hogar.
Agustín le aseguraba a su esposa que el amor de niños seguía
intacto, ella le creyó. Como la historia de Romeo y Julieta, Leonor definía la
odisea que tuvo que enfrentar la pareja para conseguir el permiso para casarse
bajo la ley de Dios. Eran dos familias encontradas, los Briceño y los Viloria
tenían cuentas pendientes que pasaron de padre a hijo. Muchos aseguraban que
todo fue por dos gallinas que don Erasmo Briceño uno de los fundadores del
pueblo robó a Vicente Viloria, teniendo que batirse los dos en un duelo, donde
el luto llegó a la puerta de los descendientes de Leonor. Más de siglo y medio después
en la humilde casa de Dios ambos aceptaron amarse en las buenas y las malas
hasta que la muerte los separara.
Agustín compraba cada semana el boleto de la lotería nacional,
con resultados negativos por más de tres años. Su esposa le reclamaba el
derroche del ticket, “Prefieres comprar ese pedazo de papel para no ganar, que
darme ese dinero y usarlo en otra cosa” decía siempre Leonor, quien al final se
escondía la lengua para acompañar a su esposo a escuchar los resultados cerca
del radio de la casa.
Un domingo se levantó con el pie derecho, no le dolía ninguna
parte del cuerpo, su esposa lo atendió con cariño esa mañana y sus doce hijos
no estaban gritando cerca de su oreja, él sintió que era señal de la buena
suerte, un aviso de su madre que estaba en el cielo y de los siete santos con
cabeza inclinada que adornaban su casa. Rápidamente buscó una vela, la cortó en
pedazos y se las puso a todos los iluminados, desde Santa Rita hasta San José.
Marchó a comprar el boleto de lotería y para suerte quedaba solo uno. Su
corazón empezaba a palpitar, sentía que era la primera vez en tres años donde había
serias posibilidades de ganar.
Habían pasado dos meses desde que el último triunfador salió
en la prensa nacional recibiendo su premio, era del oriente del país. El “pote”
tenía acumulado una cantidad de dinero astronómica, lo que permitió que ese
domingo se vendieran los boletos como “pan caliente”. Leonor y los niños se
sentaron a lado de Agustín, el silencio era silenciado por la voz que salía de
la radio. “Las bolitas son las siguientes: Seis, Cuatro, nueve, seis, cinco, tres, dos, ocho y el
animal es el león” Todos los miembros de la familia observaron a Agustín quien
con la boca abierta asentía con la cabeza. Todos comenzaron a gritar, la
familia estaba de fiesta, era algo imposible de creer. Leonor que ahora se
sentía una doña le dio un beso a su esposo y de inmediato empezó a decidir
donde tenían que vivir.
Las mayores querían estudiar en colegios prestigiosos de la
ciudad, los del medio veían las esperanzas en sus bicicletas soñadas, los más
pequeños por su parte solo querían tener nuevos juguetes, estaban cansados de
ser el hazmerreir del pueblo. Pasarían a ser personas nobles de un pueblo donde
todos se conocían y sabían hasta las historias más ocultas que guardaban cada
familia.
Cuando Agustín Briceño fue presentado ante todo el país como
el ganador de la lotería nacional, se convirtió en una persona muy popular. Su
historia se vendía rápida y muchos periódicos querían saber más a fondo la
historia del hombre de aquel pueblo olvidado que por unos días se volvió
conocido.
Agustín regresaba ese día con el dinero y la camioneta que
había ganado. Leonor lo esperaba afuera de su casa emocionada, feliz. Aunque en
un principio tildó a su esposo de “loco” sentía que todo había valido la pena.
¿Y quién no? Con tanto dinero para toda la familia a cualquiera se le subían
los ánimos. La ropa nueva que habían comprado con tanto sacrificio para recibir
el año nuevo en familia la sacó de las cajas y se las colocó a sus doce niños, “su
padre es nuestro héroe, vamos a recibirlo como se merece” Muchos amigos se
congregaron a las afueras del humilde hogar para recibirlo. Cuando se acercaba
la camioneta él no frenó en su hogar, siguió de largo. Ese gesto extrañó a
muchos pero no a Leonor “Seguro va dar la vuelta” pensó en voz alta. Tres horas
después Agustín no regresó.
Los presentes se cansaron de esperar, y los niños fastidiados
y cansados se fueron a jugar, ensuciando las ropas nuevas que debía estrenar en
navidad. Leonor algo furiosa subió a la zona norte del pueblo a buscar a su
marido, ya tenía sospechas de donde se encontraba.
Sin sorpresas lo consiguió muy cerca de la que era su amante,
feliz por lo ocurrido coqueteaban como dos jóvenes enamorados empalagados por
tanto amor , al verla llegar su cara de alegría se transformó en segundos en
cara de incomodidad, nunca pensó que ella llegara hasta allá, pero las cartas
ya estaban echadas, no podía hacer más nada. “¿Qué haces tú con esa cualquiera?
Tienes abajo una familia entera esperándote, para celebrar juntos y prefieres
venir a revolcarte con esta mujer que tiene más cara de puta que de viva” dijo histérica
Leonor, quien se le fue encima a golpes a la mujer; su esposo la jaló de un
brazo haciendo que ella cayera al pavimento y se golpeara fuertemente “Lárgate
de aquí loca, mañana hablamos en la casa”. Humillada y golpeada decidió marchar
del lugar bajo las miradas de los presentes que no caían del asombro, pero no
decía nada, Agustín compró el licor ese día y era mejor estar con el “SEÑOR”
que con la “Loca”.
Pasaron los días y el padre de doce hijos no pisó la casa.
Los niños comenzaban a preguntar por él. Las tres mayores comenzaban a predecir
lo que ocurriría “No va volver, olvídate de él” decían al menor que con llanto
llegaba a los brazos de su madre. Fue así como el dinero familiar se empezaba a
agotar. Leonor se enteró por boca de una comadre de la cuadra que Agustín había
invertido gran parte de su dinero en algunas panaderías de la ciudad “Eso es lo
que está dando comadre, por eso invirtió en los panes” dijo la mujer que miraba
para los lados para no ser descubierta como si escondiera un secreto de Estado.
Leonor tomaría una decisión humillante pero necesaria para alimentar a todos
sus hijos, juró no llorar, y se aseguró a sí misma que saldría adelante costara
lo que costara, si los siete santos apoyaron a su marido, a ella que estaba
sola no la dejarían ahogarse en las penas de la vida.
Que mal hombre este tipo, le queda grande el rótulo de hombre me gustó la historia, saludos
ResponderEliminarGracias Alejandra. Un abrazo para ti.
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