Brasil
estaba en cuartos de finales. El pequeño pueblo estaba de fiesta, celebraba la
victoria ante Ghana, un país africano que muy pocos niños conocían, tres goles
al arco contrario hacían soñar a muchos que los gigantes del sur repetirían la
historia del mundial pasado.
La caravana
era el comienzo de un largo festejo. La seguridad que daba el triunfo a los
aficionados era evidente, el niño no podía asistir a las celebraciones y solo
se limitaba a contar anécdotas del partido con sus amigos del barrio. Unos
hinchas argentinos no estaban muy felices ante el resultado, le ganaron a los
aztecas en un partido cerrado y sin un claro favorito luego de los noventas
minutos. Sus contrincantes más acérrimos parecían estar destinados a repetir la
hazaña.
La madre
prometió al niño comprar la camisa de su selección favorita el mismo día que su
jugarían los cuartos de finales “…Es mejor así, además estará más bonita cuando
Brasil esté en la final” él creía que su
madre era vidente, casi todo lo acertaba, era su confianza y seguridad; si su
madre aseguraba que Brasil estaría en la final era seguro, solo quedaría
esperar.
El día había
llegado, su madre terminó de hacer todas las faenas del hogar. El niño no se
quería bañar, amenazándolo con que no le compraría la franela, lo debilitó. Una
hora después iba camino a la ciudad. La mujer había cobrado su sueldo
quincenal, como era su único hijo le obsequió los regalos, además el niño nació
en el 94, y siempre lo vistió con los colores verdes y amarillos de la
selección brasileña. Llegó a entender que como las religiones al niño le
impusieron el equipo de fútbol.
Era otro año
que Venezuela no clasificaba a un mundial de fútbol, los nativos de esa tierra
optaron por adoptar equipos extranjeros dividiéndose en dos bandos: los
“patrióticos” que apoyaban a selecciones como Argentina, Colombia, Brasil y
Uruguay y los “sifrinos” que preferían los europeos, siendo Italia, España,
Alemania, Portugal e Inglaterra sus elegidas. Era 2006 y el mundial se celebraba
en suelo “Sifrino”.
Los niños no
escapaban de esa ilusión, en el pueblo donde vivían, lleno de miseria y
problemas sociales, el fútbol parecía una esperanza para todos ellos, que
mostraba un contraste inédito para esa época, donde un país amante del beisbol
comenzaba a brindar espacios al “deporte rey”.
Feliz estaba
el niño de que su madre le comprara el short y la franela de su equipo
favorito, la mujer también decidió
comprarle una pequeña bandera para festejar junto a su hijo la virtual
clasificación a semifinales. Ya en su pueblo, ante sus amigos pudo lucir su
nueva vestimenta, era el único que faltaba por su identificación, sus
compañeros de juegos querían ondear la bandera, mientras corrían por las calles
de la vereda. Al final se la dio a un chico que se ofreció a prestarle la
bicicleta.
A la hora
del partido los niños estaban algo sudados, las franelas algo sucias, pero él
limpiaba rápido su sudor para mantener impecable su franela “El agua tiene días
sin llegar, tengo que cuidarla por si no viene tenerla limpia para la
semifinal” comentó el niño a un escéptico hincha de Argentina que le pedía al
Dios que conoció en su primera comunión que eliminara rápido a los actuales
campeones del mundo.
El partido
empezó y personas de todas las edades se acercaron al lugar, un vecino sacó su
televisor para el disfrute de todos. Gritos, aplausos y algunas apretadas de
traseros tenían nerviosos a los presentes, el primer tiempo transcurría con un
tenso empate. Era un escenario algo raro para ellos.
El segundo
tiempo comenzaba con rapidez, el niño solo se limitaba a observar el movimiento
del balón, mientras con sus dos manos juntas esperaba con ansias el gol. La
desgracia llegó al minuto 57, cuando un jugador francés anotó el gol que acaba
con el empate. Su corazón se aceleró, su bandera se arrugó y el resultado lo
preocupaba. En ocasiones claras de anotación se emocionaba y esperaba con
alegría el gol del empate, pero nunca llegó. Ese sábado Brasil era derrotado
por Francia, quien luego sería subcampeón. La tarde se volvió oscura.
El niño
comenzó a llorar, no podía parar, corriendo a los brazos de su madre, ésta lo
calmó. “Tengo mala suerte mamá, soy el culpable por usar hoy la franela” dijo
el niño que privado en los brazos de su madre la mojaba con algunas lágrimas, ella
reía de las palabras de su pequeño, pero lo hacía en tono mudo. Le explicó que
no era su culpa, que eran cosas que ocurrían. “Dentro de cuatro años la
compraremos antes del mundial, te lo prometo”. Pasada unas horas ya el niño
estaba mejor, o por lo menos eso parecía.
Ya de noche
los hinchas argentinos se burlaban de él, celebraban con emoción lo que al otro
día sería el virtual triunfo ante Alemania, la sede. Los niños del bando de la
“albiceleste” al otro día llegarían
también a los brazos de sus madres llorando. Argentina quedaba eliminada ante
los de casa.
Fue el
mundial de los “Sifrinos” el triunfo quedó asegurado en Europa cuando los
semifinalistas eran todos europeos (Italia, Francia, Alemania y Portugal).
Cuatro años después la misma historia volvía ocurrir, y el ya adolescente
entendió que no se trataba de camisetas, sino del esfuerzo de los jugadores en
la cancha. Los ya jóvenes esperan que éste sea el último mundial de equipos
adoptivos, su mente es que el país compita en la justa del 2018, eso está por
verse. Por lo menos quedará el plato servido para saber si este año serán los
“patrióticos” los que se verán las caras en una final Argentina- Brasil. Si la
providencia es buena, por misericordia y en recuerdo a las lágrimas de esos
niños, debería concederles el sueño de ellos y todo un continente.
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