Leonor no durmió ese día para descubrir la hora exacta en que
Agustín debía pasar por el lugar. Era la calle más rápida para salir del pueblo,
así que tarde o temprano debía transitar por la que fue su casa hasta días
atrás. Muy temprano, aún no había salido el sol cuando su esposo pasó en la
camioneta por el lugar. Ella abrió la puerta e intentó pararlo; pero él la
esquivó y siguió su rumbo como si nada hubiera pasado “¡No tenemos que comer!”
gritaba Leonor, mientras las lágrimas caían y hacían contacto con su vestido
negro. Se levantó, limpió sus lágrimas y marchó a la cocina buscando ideas para
prepararles el desayuno a sus hijos que no debían saber lo que había ocurrido.
Las mayores con rabia observaron la humillante escena desde
la ventana. Para ellas era imposible creer lo que veían, pero todo era cierto.
Guardaron silencio durante el desayuno y cuando su madre decidió salir de la
casa a conseguir un préstamo, todos se reunieron para preparar el ataque que
harían al otro día. Muchos ideas aparecieron en la sala, al final decidieron
usar una que requeriría mucha responsabilidad, creatividad y absoluto silencio,
su madre no debía saber nada de lo que harían, porque de inmediato abortaría la
misión.
Leonor ese día consiguió un préstamo que solo alcanzaba para
comprar un mínimo mercado, tomó el
dinero y buscó lo más económico para alimentar a sus pequeños. Mientras
cancelaba en el abasto del pueblo recordó los momentos cuando iba con su esposo
a hacer las compras de la semana. No le gustaba llevar a los niños al lugar,
Agustín sentía que era el momento más romántico y privado que podían tener en
medio de un lugar público. Como dos enamorados caminaban las calles del pueblo
consiguiendo plátanos, huevos, azúcar, café y entre otros alimentos que fueran
necesarios. Al final del día se sentaban en la plaza de la localidad y
alimentaban a las palomas que acostumbradas a recibir se acercaban a sus pies,
siendo ellas partes del único día a la semana donde juntos podían conversar sin
gritos, peleas entre niños y el estrés que producían las faenas del hogar. Discutían
todo tipos de temas. El por qué todas las plazas principales del país llevaban
el apellido del Libertador. Cuáles arepas eran las mejores, si las de trigo o
de maíz. Y como buena esposa Leonor escuchaba los sueños y caprichos de su
consorte, que con las alas en vuelo imaginaba una vida perfecta donde ella y
los niños estaban incluidos. El niño que acomodaba los productos en bolsas
plásticas le avisaba que era turno de la propina, y le hacía entender que todo
eran recuerdos; y de eso tendría que vivir, ahora sola, le tocaba luchar por
sus doce hijos que de seguro la esperaban con gritos y peleas en su hogar.
Para su sorpresa todo estaba en orden, la mesa estaba
acomodada, los juguetes y ropa sucia estaban donde debían estar. Los siete
santos que protegían la casa como unos centinelas no tenían telaraña ni polvo. Las
mayores se ofrecieron a hacer el almuerzo y a atender a los pequeños para que
ella tomara un descanso, ella lo aceptó y fue ahí donde supo que no estaba
sola, que tenía a sus hijos, que aún siendo niños no estaban alejados de lo que
realmente le estaba ocurriendo.
Cuando todo seguía oscuro la mayor de las hermanas comenzó a
levantar a todos, las nueve hembras y los tres varones en silencio salieron de
sus camas. Para sorpresa de todos ni los más pequeños opusieron resistencia, ni
lanzaron berrinches que pudieran despertar a Leonor, eso era satisfactorio. La
mayor daría la señal a todos para que salieran a la calle, “Papá se tiene que
parar por las buenas o las malas” dijo una de ellas, la adrenalina iba en
aumento mientras pasaban los minutos.
Un silbido anunciaba a todos que la camioneta blanca venía en
camino. Los hermanos salieron en forma de cadena humana todos ocuparon la
carretera de manera que Agustín no pasara; él no tuvo opción, debía detenerse.
Las mayores se miraron y sonrieron, lo habían logrado, o por lo menos eso parecía.
-¿Qué les sucede hijos mío? – Dijo Agustín mientras los más
pequeños abrazaban sus piernas.
-Qué nos des dinero- Dijo molesta la mayor.
-Tu tan rebelde como siempre, saliste indomable como tu
padre.
-No tenemos que comer.
-Bueno yo tengo la solución- Agustín se acercó al carro y
buscó en la cajuela- Si tienen hambre coman pan.
-(la mayor quedó sorprendida) Esto no alcanza para todos.
-Aprendan a compartir, les prometo que mañana les doy dinero,
hoy no tengo efectivo en mi cartera.
-El hombre más adinerado del pueblo no tiene efectivo, de
seguro lo gastas en la zorra que tienes como mujer.
-Cuidadito con tus palabras, que así como lo hice con tu
madre no dudaría hacerlo contigo.
-¿Qué?... ¿Golpearme? –Solo un cobarde golpearía a una dama.
-No soy ningún cobarde, soy tu padre y merezco respeto.
-El día que tú pasaste de largo con tu camioneta y tu dinero…
ese día dejaste de ser mi padre… Vámonos muchachos no tenemos más nada que
hacer aquí.
-Dios me los bendiga- Nadie le contestó.
Durante varios días, todas las mañanas los hijos de Agustín
salían a su encuentro. Escuchando solo pretextos y promesas sobre el dinero que
nunca se cumplieron. La mayor cansada de las mentiras, decidió tomar cartas en
el asunto junto a los tres que le seguían en edad.
Fueron de puerta en puerta preguntando si necesitaban una
muchacha para realizar los engorrosos oficios del hogar. Las tres consiguieron
trabajos en casas separadas, aunque no era mucho dinero pagaban a diario y eso
era bueno para por lo menos quitarle la carga emocional y moral a su madre. Los
del medio decidieron unirse al grupo de trabajadores del hogar. Con el dinero
que sus hermanas fueron guardando por dos meses en una alcancía que era
protegida por Santa Rita, compraron los ingredientes necesarios para vender
arepas cerca de la parada de autobuses. Leonor ayudaba a realizar el guiso, y
las arepas, mientras algo cansadas las mayores preparaban los jugos, las salsas
y el picante para deleitar los paladares de sus clientes.
Solo los más pequeños seguían con la idea de que su padre les
daría el dinero necesario y que les correspondía para seguir adelante. Una
mañana su padre no pasó por la calle, y así transcurrió por varios días,
descubriendo luego después que cambió la ruta para no tener que oír a diario el
suplicio de unos niños pidiendo para comer. La mayor los abrazó y les explicó
lo que ocurría, estos comenzaron a llorar. “Nosotros vamos a trabajar por
ustedes. Deben prometerme que van a estudiar y portarse bien en la escuela”
todos aceptaron. Años después agradecerían el sacrificio que hicieron sus
hermanas para garantizarles el éxito académico y profesional.
Leonor por su parte olvidó por completo las promesas y amores
de Agustín. Agradeció a Dios por los hijos que tenía, que ante cualquier
adversidad estuvieron presentes. Ella partiría de este mundo sin saber que sus
hijos se levantaban muy temprano a
mendigar unos bolívares a su padre, “De saber eso mi mamá, ¡nos asesina!” decía
siempre la mayor que consiguiendo el amor en el hijo de la dueña del hogar
donde trabajaba, marchó del pueblo a vivir sus sueños, con un final feliz y
enviando dinero mensual a su querida madre Leonor que en ocasiones la visitaba
para contarle anécdotas y casos ocurridos en el olvidado pueblo.
Los años fueron pasando, y fue del dominio público que
Agustín comenzaba a perder la apoteósica cantidad de dinero que había ganado, a
todos les daba igual, ya no era parte de sus vidas, aunque Leonor en silencio
sufría los errores que había cometido su marido y que le pesarían de por vida.
Una tarde mientras Leonor barría las hojas que caían del poderoso
y gigantesco árbol de mangos del patio del hogar, uno de sus hijos le anunció
algo que la paralizaría y la bloquearía “Mamá, dice mi papá que si puede pasar”
ella soltó la escoba, observó al cielo y no consiguió señales divinas de qué
iba a ocurrir. Reaccionó y decidió atenderlo lo más rápido posible antes que
llegaran sus hijas mayores y se formara un escándalo peor que fiesta de jóvenes
en fin de semana. “Dile que pase, que estoy el patio” a pocos segundos de haber
dicho esas palabras, el hombre que una vez le prometió amor incondicional
estaba cerca de ella. Era la primera vez en cinco años que lo tenía tan cerca.
Los siete santos de la sala guardaron silencio y dando la espalda no quisieron
saber lo que iba ocurrir.
Me gusta mucho. Tiene ese gancho que aunque sea un argumento muy usado, sigue siendo atractivo
ResponderEliminarMe alegra saber que te gusta. Es un argumento muy trillado, estás en lo correcto; pero fue basado en la vida real, fue por eso que ideé la historia. Un abrazo a lo lejos...
EliminarEse Agustín merece que lo castren por haber traído tantos hijos y no asumir su responsabilidad, aun mas teniendo dinero para hacerlo
ResponderEliminarjajajajajajaja Nunca lo conocí, sus nietos son mis amigos, recuerdan a su abuela como la mejor del mundo. Es una historia muy conocida en mi pueblo.
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